La oposición, otra forma de hacer kirchnerismo

por Carlos M. Reymundo Roberts

Es conocida mi debilidad por Boudou, y no sólo por su origen liberal. Todo en él me cae bien. El tipo militó en la derecha, defendió al Proceso, se apegó a la plata y se desapegó de las formas, fundió empresas, esquiaba todos los años en Aspen, veraneaba en San Diego, ha declarado ser "desenfadadamente pronorteamericano", anda por la vida en una Harley con su novia y su guitarra, en su declaración jurada confundió dólares con pesos (gracioso en un ministro de Economía, ¿no?) y ha anunciado 17 veces un acuerdo con el Club de París que nunca se concretó. (si no sale el artículo completo, cliquear en el título)

Es esa desfachatez la que me conmueve. Es el menos serio de todos los que militamos cerca de la señora, y ahí está, encaramado como candidato a vice. Amado es un milagro, y él lo sabe, y ella lo sabe, y todos lo sabemos. Amado es caricaturescamente argentino: lanzado, simpático, fashion , vivillo, ganador. Cristina lo llevó a la fórmula no porque le crea (¡por Dios, faltaba más!), sino por lo bien que representa su papel. Le sale mucho mejor que a los que son progres de verdad.

Pues bien, ese tipo al que tanto admiro esta semana fue al Congreso a defender el presupuesto y, en una distracción, terminó hablando mal de la oposición. Imperdonable. Injustificable. Es bien sabido que en la Argentina hay dos formas de ser kirchnerista. Una, la más sencilla, es militar en el oficialismo. La otra, ser opositor. Nada de lo que hoy somos hubiésemos podido alcanzarlo sin la contribución permanente de los otros partidos. Cuando se escriba la historia habrá que decir que el país de estos tiempos fue una auténtica coproducción, en la que los opositores podían reclamar derechos de autor.

Repasemos. Macri se perfilaba como un rival en las presidenciales, por lo menos para hacer un poco de ruido y acaso pellizcar una segunda vuelta, y se bajó. Reutemann, la esperanza blanca, ni siquiera se subió. El Peronismo Federal hizo todo lo posible para no constituirse en una alternativa, y lo consiguió. Primero se le fue Reutemann y después Felipe Solá, y cuando ya había quedado reducido a Peronismo Testimonial, o Residual, Duhalde y los Rodríguez Saá montaron (y rápidamente desmontaron) una interna disparatada que terminó como el Tren de los Pueblos Libres que acaba de unir Pilar con Paso de los Toros: con papelón y sin pasajeros.

¿La sociedad entre Hermes Binner, Pino Solanas y Margarita Stolbizer podía llegar a sacarnos votos por izquierda? Había que hacer algo enseguida para neutralizarlos. No hizo falta. Lo hicieron ellos: se pelearon.

Otra extraordinaria contribución a nuestra causa, acaso no debidamente valorada, fue la del radicalismo. Sin mérito de su parte y hasta contra su voluntad, les había surgido el candidato con mejor imagen durante un largo tiempo, Julio Cobos; habían llevado a la presidencia del partido y a una postulación al que se veía como el dirigente del futuro, Ernesto Sanz, y habían conseguido una reencarnación en miniatura de Raúl Alfonsín, su hijo Ricardito. Por lo tanto, ahí estaba, resurgiendo de las cenizas, el viejo partido. De haberle tenido que pedir prestado un candidato al peronismo en las últimas elecciones presidenciales (Roberto Lavagna, en 2007), ahora pasaba a tener tres, y marketineros.

¿Qué pasó? No lo sé, nadie lo sabe, pero es posible imaginar que un día se juntaron los cerebros del partido -todos tipos modernos, de luces largas, audaces- y se dieron cuenta de que si no hacían algo rápido podían llegar a convertirse en el boom de la campaña y hasta entorpecer el camino de Cristina a un segundo mandato. Se juramentaron destruir ese atisbo de resurrección: nada de internas, nada de acaparar la atención de los medios con una competencia real y picante, nada de ser el único partido que le sacara el jugo a las primarias. Todo lo pergeñado por el think tank radical se hizo al pie de la letra y así quedó, como buscaban, un Ricardito Alfonsín debilitado, derechizándose mal con De Narváez (que a su vez también intentaba autodestruirse) y haciendo todo lo posible para que la gente no lo votara, cosa que consiguió.

Probablemente haya habido también una cumbre kirchnerista-opositora de la que salieron las líneas maestras de un nuevo plan: para darle el envión final a Cristina hacía falta que la oposición se mostrara confundida, dividida, peleada, egoísta. Chiquita. Todos cumplieron al pie de la letra, y lo siguen haciendo.

Yo creo que con toda intencionalidad LA NACION publicó esta semana, en sus espectaculares viajes al interior de la política , el caso de Ulapes, la ciudad de La Rioja donde la oposición, nos decía el título, "se esfumó". Directamente no se presentó a las elecciones. El intendente kirchnerista fue el único candidato y, claro, se llevó todos los votos (sólo compitió contra el voto en blanco, que obtuvo el 34%). Ya otro producto bien riojano, Carlos Menem, había indicado el camino: si no podés destruir a los Kirchner, unite a ellos.

El 23, cuando volvamos al cuarto oscuro, los oficialistas vamos a votar a la Presidenta, y la esperanza de la oposición va a ser Binner, que ya no sabe qué hacer para llevarse bien con nosotros y decir que está bárbaro todo lo que hacemos. Por lo tanto, tranquilos, que todos los caminos conducen a Cristina. Me la imagino en su primer discurso la noche del domingo: "Bienvenidos y bienvenidas a la República de Ulapes"..
Publicado en La Nación

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