A la búsqueda del sentido de responsabilidad perdido

Por Víctor E. Lapegna

Percibo que, al menos desde hace medio siglo, crece entre nosotros la reticencia a asumir las responsabilidades individuales y colectivas por lo que decimos y hacemos y la tendencia a transferir a otro o a otros la carga de las consecuencias que acarrean esas palabras y esos actos. (para leer el artículo completo, cliquear en el título)
Esa extendida irresponsabilidad – que creo que abarca a jóvenes y viejos, a ricos y a pobres, a goberna ntes y gobernados, a dirigentes y dirigidos y a adherentes de todas las tendencias políticas e ideológicas y que parece verificarse más en las grandes concentraciones urbanas que en los miles de pequeñas y medianas ciudades y pueblos de la Argentina profunda – expresa, entre otras cosas, un grado alarmante de indiferencia respecto del otro, del prójimo, del vecino, del compatriota.
Un ejemplo puede ayudarme a explicar mejor lo que estoy queriendo decir. Recuerdo que en mi infancia, transcurrida en un barrio de Ramos Mejía, casi todos los adultos ejercían el derecho y el deber de cuidarnos a todos los pibes, sin que importara que tuviéramos o no vínculos de parentesco formales, lo que incluía asumir el acto amoroso de ponernos límites en nuestro propio bien y sé que esa experiencia la vivieron en otros barrios del conurbano, de la Ciudad de Buenos Aires o de otras urbes del país, muchos hombres y mujeres de mi generación (tengo 64 años) o más jóvenes que yo. Cuando nos mandábamos alguna macana (desde romper alguna ventana de un pelotazo a cometer algún acto de indisciplina en el colegio) una actitud habitual de nuestros padres era imponernos que nos hiciéramos cargo de lo hecho y nos disculpáramos con los damnificados por nuestra falta.
Este ejemplo da cuenta de una cultura cotidiana en la que se ejercía el sentido de la responsabilidad individual y colectiva, basada en sólidos lazos familiares y en la generalizada certeza individual de pertenencia a una comunidad en la que la vida del otro no era indiferente.

El “huevo de la serpiente” se incubó en la década de 1970
Tengo la impresión que esa cultura de la responsabilidad y de atención al prójimo empezó a erosionarse a pasos acelerados a partir de la década de 1970, pari passu con el debilitamiento de la cultura del trabajo, de la estructura familiar – en especial de la presencia y peso del padre – y del sentido de pertenencia a una comunidad nacional que construye un destino compartido, confiada en buscar un futuro mejor al presente.
Percibo que esa creciente irresponsabilidad individual y colectiva, aunque pueda rastrearse en ciertos componentes del ADN de nuestra idiosincrasia nacional, fue acentuada por la incidencia de algunas circunstancias que se instalaron en esa década del ´70.
Una de esas circunstancias puede haber sido el paulatino pero evidente deterioro del pleno empleo y de la posibilidad que brindaba para que todos pudiéramos recorrer un camino social ascendente, en base a la seguridad económica de la familia sustentada en un ingreso salarial suficiente.
Aludo al sistema de justicia social – realización argentina que, a nuestro juicio, fue un modelo de calidad superior al llamado Estado de Bienestar que se extendió en todo el mundo en respuesta a la crisis de 1930 – y sus dos pilares esenciales: el pleno empleo y unos salarios que, aún en sus niveles mínimos, permitían a una familia obrera comprar la comida con menos de la mitad de ese ingreso salarial.
Esos dos pilares establecidos en los dos primeras Presidencias de Juan Domingo Perón, aunque con desvíos crecientes, se mantuvieron después del golpe de Estado de 1955 y hasta la década de 1970 sustentaron una cultura del trabajo que alimentaba la vigencia de la responsabilidad, la solidaridad y el sentido de comunidad en los vínculos interpersonales.
Pero en la década de 1970 comenzaron a darse in noce entre nosotros algunos de los componentes del cambio de época signado por la globalización y el tránsito de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento que emergió en la última década del siglo XX – por caso la llamada crisis del petróleo que estalló en 1973 – y esa evolución puso en tela de juicio los paradigmas del sistema argentino en el que era posible el pleno empleo con buenos salarios.
La propuesta de Perón de modelo argentino para el proyecto nacional, que lanzó en su póstumo mensaje presidencial a la Asamblea Legislativa del 1 de mayo de 1974, fue la búsqueda principal de un camino conducente a adaptarnos a esa tendencia de la evolución, sin que ello forzara a perder los valores del sistema de justicia social.
Esa capacidad para percibir el sentido de la evolución impuesto por el determinismo histórico y encontrar los instrumentos que permitieran adecuarse a ella (“encabalgarla”, decía el general) desde la defensa de los intereses permanentes de la Argentina y los argentinos, fue una de las mayores virtudes de Perón.
Pero quienes debíamos hacernos cargo de ese rico legado de quien fue tres veces Presidente de la Nación por la libre y mayoritaria voluntad de su pueblo – en primer término los peronistas, pero también todos los argentinos que era a quienes estaba dirigido – no supimos estar a la altura de quien fue uno de los más grandes pensadores y realizadores políticos del siglo XX y fuimos incapaces de asumir y realizar esa herencia.

El ocaso de la cultura del trabajo
El resultado de esa falencia fue que, sobre todo a partir de la política aplicada desde el golpe de Estado de 1976, fueran quedando en el pasado el pleno empleo, los buenos salarios y más en general la cultura del trabajo.
Si se tiene en cuenta la dimensión ontológica del trabajo - que hace que el hombre sea tal y lo sea en comunidad con los otros hombres – su deterioro, más allá de sus efectos deletéreos en la vida económica y social de los argentinos, debilitó la comunidad nacional y las organizaciones libres del pueblo que la configuran – comenzando por la familia – y erosionó los valores que nacen y crecen en la cotidianeidad compartida en esas organizaciones comunitarias, entre ellos la solidaridad, al amor / ágape hacia el otro y el sentido de la responsabilidad individual y colectiva.
Entre otros efectos del ocaso de la cultura del trabajo, vale mencionar el auge de una cultura rentista y prebendaria en la que se multiplicaron los casos de enriquecimiento súbito por parte de quienes accedieron a privilegios – en muchos casos indebidos – por parte del Estado y así ingresamos en una declinación constante que condujo al actual régimen de crony capitalism, al que se definió como capitalismo de amigos, aunque sería una mejor y más precisa descripción designarlo como capitalismo de cómplices.
Esos capitalistas-cómplices - que empezaron a prosperar en la década de 1970, se expandieron en las de 1980 y 1990 y alcanzaron su apogeo en esta primera década del siglo XXI - fueron beneficiarios de las sucesivas Presidencias, dictatoriales y democráticas, que se sucedieron en casi medio siglo.
Muchos de esos beneficiarios del crony capitalism evocan a Isidoro Cañones, el personaje de Dante Quinterno que era la contracara de de su ahijado, el cacique Patoruzú, protagonista de la historieta y en quien percibimos cualidades semejantes a las de esos emprendedores, tan diferentes de los nuevos ricos del capitalismo de cómplices, quienes entre 1940 y 1970 supieron crecer ellos y hacer crecer a sus compatriotas con un trabajo empresario que aprovechó las oportunidades dadas por el proceso de industrialización por sustitución de importaciones y las ventajas comparativas que existían en nuestro país. Nos referimos a personas como Torcuato Di Tella y Alfredo Fortabat, Arturo Acevedo y Enrique Shaw, Gregorio Pérez Companc y Fulvio Pagani, por nombrar sólo a algunos de ellos.
Esa decadencia en las alturas contribuyó a generalizar el debilitamiento del sentido de responsabilidad individual y colectivo en un pueblo que empezó ver clausurada su posibilidad del ascenso social mediante el trabajo e incluso el acceso mismo al trabajo, a sospechar que el futuro podía ser igual o peor que el presente y a constatar la deprimente realidad que supo expresar Luis Barrionuevo al decir que “acá nadie se hace rico trabajando”.

El peso algo agobiante de los medios
Otra novedad de la actual etapa de la evolución, que a mi juicio incidió en deteriorar la solidaridad y el sentido de responsabilidad, fue el peso creciente en la construcción del imaginario colectivo y de la opinión pública que pasaron a tener los medios de comunicación social (MCS), cuyo mensaje vio favorecida su penetración por la decreciente acción mediadora de las organizaciones comunitarias – en especial la familia – para decodificar y resignificar el invasivo mensaje de los medios.
En el documento de Aparecida de la Conferencia Episcopal de América Latina (CELAM) se menciona que incluso la experiencia religiosa “resulta ahora igualmente difícil de transmitir a través de la educación y de la belleza de las expresiones culturales, alcanzando aún a la misma familia que, como lugar del diálogo y de la solidaridad intergeneracional, había sido uno de los vehículos más importantes para la transmisión de la fe. Los medios de comunicación han invadido todos los espacios y todas las conversaciones, introduciéndose también en la intimidad del hogar. Al lado de la sabiduría de las tradiciones se ubica ahora, en competencia, la información de último minuto, la distracción, el entretenimiento, las imágenes de los exitosos que han sabido aprovechar en su favor las herramientas tecnológicas y las expectativas de prestigio y estima social. Ello hace que las personas busquen denodadamente una experiencia de sentido que llene las exigencias de su vocación, allí donde nunca podrán encontrarla”. (Aparecida 39).
Encontré la cita precedente en “Dios vive en la ciudad” (Ágape libros, 2011), el nutritivo libro del padre Carlos María Galli, quien agrega por su parte que “la comunicación familiar y generacional de las creencias y valores está cuestionada por la crisis de confianza en las instituciones tradicionales – familia, escuela, iglesia, estado – y por el influjo mediático que transmite un modelo individualista basado en los ídolos de tener, poder y placer y genera necesidades de consumo y expectativas insatisfechas, fuente de frustración, resentimiento y violencia en muchos niños, adolescentes y jóvenes menores de 25 años que pueblan los barrios marginados sin estudiar ni trabajar” y añadiríamos nosotros que esa descripción también incluye a personas adultas de toda condición económica y social.
Un ejemplo que muestra que no todo fue siempre así es que, después de 1955, conforme a lo establecido por el brutal Decreto 4161, los medios de comunicación de entonces – la incipiente televisión, los diarios y sobre todo la radio – no podían usar el apellido Perón, el nombre de Evita y ninguna palabra que aludieran al peronismo. Pero el unánime mensaje antiperonista de los medios era combatido con eficacia por el diálogo interpersonal que se daba en el ámbito familiar, en el taller, la fábrica o la oficina, en el barrio, la peluquería o la tribuna de la cancha. Hoy, en cambio, el mensaje mediático puede penetrar como cuchillo caliente en la manteca en el alma popular sin que casi exista el diálogo en la mesa familiar, donde el ámbito gregario y gregarizador del trabajo se redujo, el valor humano del barrio se desdibujó y se estrechó la disponibilidad del instrumental de ideas y palabras que puedan ser alternativa al discurso de los medios, sobre todo el de la televisión.
El segundo ejemplo es actual y alude a la creciente cantidad de jóvenes y adultos que en la calle y los medios públicos de transporte están enchufados a un auricular y aislados del contexto humano que les rodea.
Ha de admitirse que la tópica frase de Marshall Mc Luhan (“el medio es el mensaje”) tiende a ser entre nosotros un hecho y que el mensaje tiende a ser cada vez más empobrecedor y lejano de los valores y las virtudes.
Admito ser hace mucho un consumidor diario de la TV, pero por serlo no se me escapa que en la actual oferta de los canales abiertos no hay muchos programas con productos de la calidad que tenían la Mesa de Café o la Peluquería de Don Mateo de Sofovich, los monólogos de Tato Bores, teleteatros del estilo de Cosa Juzgada o documentales como Historias de la Argentina Secreta, por mencionar algunos casos. Se que hay excepciones y producciones como El Puntero y otras similares así lo muestran. Pero son eso: excepciones.
La potencia de los medios permite verificar la flagrante irresponsabilidad que existe en los dichos, que no son menos importantes que los hechos.
Irresponsabilidad en el uso del idioma de parte de quienes hablan en radio y televisión e incurren en una lastimosa e impune masacre de nuestra bella lengua.
Irresponsabilidad en comentaristas de la realidad que no se privan de opinar pese a que no pueden ocultar su ignorancia enciclopédica acerca de los temas que comentan.
Irresponsabilidad en los dirigentes de todos los sectores, quienes no se libran de la tentación de hablar ante cuanto micrófono se les ponga por delante, atribuyéndose la condición de voceros de “la gente” y exhibiendo su generalizada pobreza sintáctica, escasa capacidad expresiva, carencia de ideas significativas y una asombrosa impavidez para actuar conforme a la frase de Groucho Marx: “estas son mis convicciones, pero si no le gustan puedo tener otras”.
Es también llamativo que muchos de los ocupantes de espacios radiales y televisivos despotriquen contra funcionarios o dirigentes acusándoles por no asumir sus responsabilidades, denuncien en tono indignado la “impunidad” o la “corrupción”, siendo que no pocos de ellos son flagrantes falseadores de la realidad a sabiendas o por ignorancia y nunca asumen la responsabilidad por las consecuencias de sus palabras, que son actos. Los casos de Piero o el del doctor Mario Socolinsky son apenas dos ejemplos de ello.

Decadencia del Estado
El general Perón nos decía que “el Justicialismo acepta e interpreta que el Estado es un ente coordinador de los intereses de la comunidad, orientándolos para alcanzar el bien de la misma, la felicidad del pueblo y la grandeza nacional, en una clima de paz y justicia social”.
En su concepción, el Estado era la expresión política de la Nación más que el planificador de la economía y lo pensaba como mediador imparcial e independiente para promover la unidad, la alianza social y la organización
En 1973 y de vuelta en su Patria después de 18 años de injusto y amargo exilio, al constatar de visu el deterioro que había sufrido en ese tiempo el Estado argentino, el centro de la preocupación del viejo y sabio pensador, estratega y estadista no estaba tanto en la escasa capacidad de los organismos estatales para administrar las cosas que es su deber administrar, cuanto en el grave deterioro de la calidad del capital humano que configura la burocracia estatal, que fue y es indispensable para el buen funcionamiento de la sociedad moderna (y también de la posmoderna).
Conviene tener en cuenta que desde 1970 hasta hoy hubo en la Argentina 20 presidentes de la Nación (un promedio de poco más de dos años de mandato cada uno) y puede bastar ese dato para corroborar nuestra patológica inestabilidad que, si se verifica en el nivel del jefe del Estado, se transmite a todos los escalones inferiores.
Dada esa inestabilidad y más allá de las leyes y reglamentos que aseguran la estabilidad a los empleados públicos, es comprensible que en los cuadros directivos del Estado que tienen los mayores grados de responsabilidad funcional se propague un alto grado de irresponsabilidad fáctica, a la vez que decae la calidad técnico-profesional de quienes desempeñan esos cargos habida cuenta del escaso apego al cursus honorum que debiera ser la norma de la carrera de los servidores (me gusta más que funcionarios) públicos.
Vale mencionar a la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) y al Banco Central de la República Argentina (BCRA) en especial a su gerencia de investigaciones económicas, ambos organismos del Estado en los que por décadas la estabilidad de sus cuadros directivos contribuyó a que alcanzaran niveles de excelencia reconocidos y respetados aquí e incluso a nivel internacional. No han de ser los únicos, pero son los que conozco y vienen a mi memoria.
No lo sé con absoluta certeza, pero mucho me temo que esos dos ejemplos virtuosos hayan dejado de serlo desde la década de 1990 hasta ahora, cuando no se respetó la estabilidad que los había distinguido dentro del Estado argentino desde la década de 1950.

La epidemia del miedo de la mayoría desarmada
Por último, pero no por eso menos importante, en la década de 1970 el miedo alcanzó entre nosotros el rango de una vasta epidemia social que se depositó en el alma de las amplias mayorías desarmadas que asistían, inermes, a las acciones de minorías armadas que escalaban el ejercicio de una violencia que sembró de muerte y amenazas a todo nuestro país.
Habiendo sido un protagonista activo de esos que alguien llamó los “años de plomo”, creo que hoy puedo analizarlos con la perspectiva de los más de 40 años transcurridos desde entonces y a la luz de los efectos que produjeron en nuestras vidas.
Sospecho que el miedo a las consecuencias que podía deparar el ejercicio del sentido de la responsabilidad individual y colectiva, suscitado por la acción de las minorías armadas, influyó en la creciente indiferencia por el otro, el solipsismo y la renuencia a hacerse cargo de lo que se dice y se hace que se instalaron en nuestra vida personal y social.
Es comprensible que el miedo a las represalias que pudieran tomar las minorías armadas que detentaban el poder del Estado o las que buscaban con violencia llegar a detentarlo, inhibiera a quienes integraban la mayoría desarmada a hacerse cargo de los dichos y hechos propios y a socavar su sentido de la responsabilidad individual y colectiva, desentenderse del otro y encerrarse en los menguados limites de la familia nuclear.
Cabe precisar que la referencia al miedo no se aplica a la mayor parte de quienes integran lo que, por comodidad de expresión, llamaré “clase dirigente” ya que, en muchos casos, ellos mismos conducían, integraban o eran cómplices concientes de las minorías armadas que generaban el terror entre las mayorías desarmadas.
A propósito de esa clase dirigentes apelo a una de las enseñanzas de Perón, quien decía que la sociedad, como el pescado, se pudre desde la cabeza, lo que implica reconocer que entre quienes ocuparon posiciones de dirección en la política, la economía y la cultura en las últimas cuatro décadas, nadie o casi nadie se hizo cargo de las consecuencias deletéreas de sus dichos y hechos, ya fueran esas consecuencias el resultado de lo que hicieron, de lo que no hicieron o de lo que dejaron hacer.

Reencontrar la responsabilidad para que la irresponsabilidad deje de matar
Ayer fueron los muertos y heridos en Cromañon y hoy los 51 muertos y más de 700 heridos del choque del tren en Once quienes instalan la cuestión del sentido de la responsabilidad individual y colectiva en un primer plano y los que me indujeron a escribir estas líneas. Me parece que en la masacre del tren del Sarmiento que chocó, están presentes los factores a los que hago mención en esta nota: el deterioro de los valores propios de la cultura del trabajo, el capitalismo de cómplices y el peso de los medios.
También intuyo que lo que tiende a perder peso es el miedo y esa intuición me la suscita sobre todo el testimonio de la mamá y el papá de Lucas Meneghini, el muerto 51, cuyas palabras y gestos son un límpido ejemplo de asunción y de reclamo de recuperación del sentido de la responsabilidad individual y colectiva, basado en el amor familiar que fue el mayor legado que les dejó ese hijo que se fue de este mundo.
Cuando escucho emocionado a los padres de Lucas evoco como un reflejo el himno al amor que nos legó San Pablo en el capítulo 13 de su Epístola a los Corintios: “El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás”.
¿Será el ejemplo de amor de la mamá y el papá de Lucas el que nos marca a todos los argentinos el camino que nos lleve a reencontrarnos con el sentido de responsabilidad individual y colectiva, con la solidaridad afectuosa con el otro, con la comunidad organizada del siglo XXI?
Por mi parte, estas modestas líneas quieren ser el aporte de algunas reflexiones acerca de la responsabilidad que buscaron ir un poco más allá de la renuncia de Schiavi, la concesión de Cirigliano y la política ferroviaria, sin mengua de reconocer la importancia que tienen estos asuntos, cada uno en su medida.

Buenos Aires, 7 de marzo 2012

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