Mejor que hacer es comunicar

por Carlos Salvador La Rosa

 
En nombre de la democracia hoy habitamos el Estado comunicador, es decir, no se gobierna sino que se comunica, se hace todo para comunicar y nada para gobernar. Esto marca un quiebre, ya que antes era la política la que determinaba la comunicación y ahora es la comunicación la que define el rumbo de la política. En este Estado comunicador no sólo se gasta, y mucho (se gasta más en comunicación que en cultura), sino que además sucede otra cosa que es más grave aún, y es que hoy la mayoría de los periodistas trabajan en el gobierno, lo que hace que los mismos gobiernos se vuelvan híper profesionales en hacer periodismo.
Omar Rincón (Especialista colombiano en medios de comunicación)
(para leer el artículko completo, cliquear en el título)

La presidencia de Néstor Kirchner mantuvo una relación de tensión con los medios de comunicación, aunque nada muy diferente a la mayoría de los gobiernos democráticos. Todo cambió sustancialmente cuando surgió el conflicto con el campo en los inicios de la primera presidencia de Cristina Fernández.
Hasta ese entonces, el kirchnerismo creía poder desarrollar sus objetivos políticos desde los espacios tradicionales del poder: los palacios y las calles. Por arriba con ejecutivos, parlamentos, justicia, partidos o alianzas, etc. Por abajo con la participación o movilización popular, eso que se llama control de la calle. Los medios servían para amplificar esos escenarios políticos, por lo cual sólo se buscaba influirlos de acuerdo al “relato” oficial, nada más.
La sociedad argentina había salido masivamente a la calle, por última vez, en la crisis de 2001/2, pero su furia no pudo ser canalizada por ningún sector político porque se los cuestionaba a todos. Frente a eso, Kirchner reconstruyó la autoridad política dejando que se apagara la ocupación de las calles más por cansancio de los manifestantes que por represión. O llevándoles la corriente fingiendo que estaba con ellos, como ocurrió con los reclamos de Blumberg o las protestas de Gualeguaychú.
Mientras, Kirchner quería acumular poder desde la lógica que él concebía: la de que la política no sólo necesita amigos sino también enemigos, porque las cosas se comunican mejor cuando se muestra contra quién se está. El problema es que en una sociedad anarquizada, no dividida política ni ideológica ni socialmente, sino sólo entre “gente” por abajo odiando a los “políticos” de arriba, no era fácil hallar al amigo y al enemigo.
Entonces, ante su inexistencia, Kirchner decidió crearlos. Primero lo intentó con los militares o la Iglesia, pero eran sectores con más poder político pasado que presente. Luego con el FMI o el imperialismo o cualquier enemigo externo disponible, pero nadie fuera del país lo tomaba tan en serio como para asumirse como su enemigo. Prosiguió con los concesionarios extranjeros de servicios públicos, pero éstos, en su mayoría, en vez de resistir se fueron cuando los apretaron un poco. En suma, nadie daba para el enemigo perfecto. No estaba y no se sabía por dónde construirlo. Hasta que apareció el campo.
En un principio el conflicto pudo haber seguido la senda contraria: si Kirchner actuaba con el campo como lo hizo con las otras movilizaciones callejeras, hubiera podido establecer una alianza estratégica con uno de los sectores más innovadores y productivos del nuevo país, ya que no se trataba de un grupo contestatario o reactivo sino hijo legítimo de la economía impulsada desde el mismo gobierno.
Eso fue lo que intentaron, con éxito, Brasil y Uruguay cuando vieron lo que estaba pasando en la Argentina, pero acá se tomó otra decisión: Kirchner había encontrado al enemigo perfecto, a un revival de la vieja oligarquía pero con poder real, no residual. Aunque aún no supiera quiénes eran sus amigos (el peronismo no le gustaba, los radicales K no lo contentaban) ya sabía quién era el enemigo; lo demás vendrá solo, pensó.
Sin embargo, en esta su primera pelea contra un poder real, las cosas no le salieron bien porque la opinión pública mayoritaria comenzó a simpatizar más con el campo que con el gobierno. Y un día antes del voto por la 125, cuando Kirchner movilizó sus huestes contra el campo que hacía lo mismo, descubrió que estaba perdiendo la calle, algo que no había ocurrido nunca con el peronismo en el poder.
El resto es historia conocida. Kirchner perdió primero en la calle, luego en el Congreso y al fin en las urnas, pero eso no lo hizo cambiar de ideas, sino de método. Cuando se recuperó, el objetivo que se impuso ya no fue el de recuperar el control de la calle sino el de apoderarse de la comunicación. Su enemigo ya no era el campo, sino los medios que habían reflejado el conflicto. Se persuadió de que ese era el nuevo escenario donde librar la batalla por el poder.
Actualizando la frase marxista, el poder ya no estaba en el propietario de los medios de producción, sino en el de los medios de comunicación. Y en eso andamos desde entonces, con una política cada vez más virtual y cada vez menos real, o surreal.
La política siempre tuvo mucho de espectáculo, el peronismo en eso supo ser experto con sus grandes movilizaciones callejeras. La novedad es que el kirchnerismo piensa que lo que antes ocurría en la calle hoy debe ocurrir en la tevé. El gobierno busca reproducir o reiterar o continuar conflictos de la historia argentina pero en el territorio virtual de los medios, ya no en los espacios físicos concretos donde antes acontecían. Como si la nueva política se tratara de una gran puesta en escena donde se teatralizan episodios de la vida real, frente a un pueblo devenido puro espectador.
El relato oficial sostiene que los gobiernos ya no tienen el poder real, el cual ha pasado a las sets televisivos, a los dueños de los medios y a los opinadores políticos, que son los que de facto manejan el país al servicio de intereses inconfesables, como antes hacía la oligarquía o todos los viejos enemigos del peronismo tradicional.
Pero, a diferencia de aquellos tiempos, hoy no se trata sólo de controlar a los intereses “corporativos”, porque el gobierno no tiene poder para ello; tampoco se trata sólo de expropiar a los medios enemigos, porque otros surgirán en su reemplazo; de lo que se trata es de convertir al gobierno en un gran medio de comunicación, para que el poder real, o sea el comunicacional, vuelva a los políticos.
Mientras tanto, el gobierno es apenas un precario búnker desde el cual resistir como se pueda a las huestes mediáticas. Para eso, como con los políticos no alcanza, se convoca a periodistas, ya que ellos son los que conocen por dentro las entrañas del monstruo. Se los convoca diciéndoles que estar con este gobierno no es lo mismo que ponerse al servicio del poder, porque el poder está en otra parte. Gracias al kirchnerismo, el periodista puede ser oficialista y crítico a la vez, con lo cual calma su alma.
De ser cierto este relato, el día en que gobierno y periodismo sean una sola cosa, el poder habrá sido enteramente recuperado por los “representantes del pueblo”. El problema es si el relato no resulta ser tan cierto, porque un gobierno que dedica el total de sus energías a comunicar, es muy posible que se olvide de gobernar, y -para colmo- nada ni nadie garantiza (más bien todo lo contrario) que se transforme en un buen comunicador.

Publicado en Diario Los Andes, de Mendoza

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