Murió Hugo Chávez, protagonista de la política internacional de la última década. Irrumpió en la escena en el fallido golpe de 1992, que derivó en su encarcelamiento y posterior popularidad, que lo llevó a la Presidencia de la Nación. Fue quien rompió la alianza tácita entre democristianos y socialdemócratas, que se alternaban en el poder en un sistema democrático formal, corrupto y excluyente de las masas populares. A medida que fue avanzando su gobierno, generó mejores condiciones de vida para las capas más pobres de la población, sobre todo en salud y educación, pero también fue incrementando sus rasgos autoritarios, en especial contra los dirigentes opositores y los medios de comunicación social. Reemplazó el viejo esquema corrupto ligado a las multinacionales petroleras, por otro no menos venal, manejado por la burocracia estatal. En esencia, no logró modificar el perfil productivo de Venezuela, basado casi exclusivamente en la exportación de hidrocarburos. Pasó de un nacionalismo popular, a un proyecto inspirado en el marxismo, en alianza con Cuba, Irán y regímenes similares. Pese a su retórica antinorteamericana, jamás interrumpió el intenso tráfico comercial con los Estados Unidos. Apoyó política, económica y militarmente a las FARC. Su personalidad fue avasallante, carismática, seductora, megalómana y verborrágica. Su ausencia genera un vacío que en el corto plazo será cubierta por la estructura designada por él mismo, encabezada por Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, exponentes del ala filocubana y del sector nacionalista cercano a las Fuerzas Armadas. El tiempo dirá si el gobierno venezolano podrá sostener esa contradicción en su seno, o si se abren nuevas posibilidades para una verdadera alternancia democrática.

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