La antesala de lo inevitable



por Ricardo Saldaña

“Sentía el aleteo ya casi apagado de saber que todo está jugado ya; que no hay razón para soñar ni elegir lo que nunca vendrá.” Ricardo Ríos Cichero / Escenas de una vida

El ejercicio de prever la dinámica y el sentido de los procesos, aparece desvalorizado por la deriva de una fóbica intolerancia social a la incertidumbre, patología que tiende a acreditar virtud sólo a la precisión cronológica de las predicciones. Como si sólo contara acertar el día y la hora del colapso.

Una sociedad con altos registros de ansiedad política, ha desarrollado un particular estilo de racionalidad limitada, caracterizada por un déficit de atención. Como si la memoria del estruendo de sucesos cortos y explosivos, hubiera inhibido la capacidad de percibir deterioros morosos y sutiles, pero persistentes. Quienes venimos advirtiendo desde hace más de un lustro sobre el inexorable destino de fracaso de la aventura kirchnerista, hemos sido estigmatizados como agoreros malintencionados, y frecuentemente descalificados con sarcasmo, ante la resiliencia que mostraba el proyecto hegemónico. En ocasiones, admito, esa misma ansiedad nos llevó a incurrir en vaticinios precoces.

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El solsticio de invierno austral nos regala imágenes muy precisas. El miedo más primario, la angustia que genera la finitud, se ha apoderado de la presidente. Es la mejor certeza de que se acerca el final. Persiste aún su vocación de lucha por escapar del abrazo de la realidad, pero su rebeldía no es sino la expresión de su impotencia. La impericia política converge con las tensiones macroeconómicas derivadas de la inconcebible resurrección del “stop&go”, hazaña sin par del voluntarismo iletrado que orienta el pensamiento económico oficial. Nada que pueda sorprender demasiado . Apenas la confirmación de que un deslizamiento consistente y sistemático hacia el precipicio, no puede sino conducir gradualmente al inevitable agotamiento de la distancia que nos separa del despeñadero. La frustración presidencial es entendible. Si bien, pronto comprobará que las mayorías electorales no son inmutables, su fantasía distópica sobre el principio rector según el cual no existe otra legitimidad que la de la voluntad del electorado, está siendo crecientemente interpelada por la complejidad de un mundo que demanda una adecuada gestión de la relación entre partidarios y opositores, en el marco de lo que se entiende como derecho a la ciudadanía. El “mayoritarismo”, flamante credo de un grupo en expansión de mandatarios electos, pero autocráticos, abreva en una elemental confusión entre lo que es sólo una regla de validez, con un criterio de verdad. La epidemia no es exclusivamente regiónal, como muestra el enojo de Erdogan ante las protestas del pueblo turcos, tal como ocurrió con Orban en Hungría, o Lukashenko en Bielorusia.

El poder de CFK exhibe una singular etiología. Podría decirse que deriva de una infrecuente sucesión de hechos fortuitos. Baste recordar que Néstor Kirchner accede a la presidencia con sólo 22% de los votos, por deserción -sin prededentes- del candidato más votado en la primera vuelta. Luego, tal como ocurriera en sus anteriores peldaños políticos, fue ungida para su primer mandato por la exclusiva gracia de su marido, montada, en este caso, en un inédito gambito de sucesión dinástica. La redoblona se redondeó con el “cisne negro” que representó la muerte de quien la había investido, episodio que, providencialmente, la rescata de un ocaso precoz y la catapulta -empatía mortuoria mediante- a una contundente legitimación electoral. No existe registro de una cadena de la fortuna que se le pueda comparar.

El curioso recorrido incuba una vulnerabilidad de base. El tramo ascendente de la parábola que la depositó en la cumbre, nunca puso a prueba su capacidad de construcción de poder. Asistimos a una experiencia inclasificable de una sustentablilidad por default que, paradójicamente, aún disfruta de una aureola de invulnerabilidad, no obstante haber perdido sucesivamente las tres batallas cardinales que libró: contra el campo, el multimedio y la justicia. Santa Cruz, una vez más, adelanta con llamativa fidelidad la trayectoria de lo que podría identificarse como “la huella K”. Así fue durante el apogeo, amparado por la inadmisible ceguera de quienes lo encumbraron, como ocurre hoy en el ocaso. Luego de más de dos décadas de dominio autocrático, “el proyecto” fue incapaz de asegurar su trascendencia en su hogar natal. La misma matriz mesiánica clausura el futuro de una conducción sin capacidad de retener a quienes demandan un horizonte político, para seguir a bordo de la nave cristinista.

Aquel 54% es hoy apenas una representación, que sólo la enajenación presidencial puede seguir agitando como real, sin reparar en que los consensos que regulan las opiniones políticas y las decisiones electorales son naturalmente volátiles, especialmente sensibles -en este caso- a la acumulación de sus propios errores. Tampoco supo advertir a tiempo que la inédita extensión del ciclo la expondría, inevitablemente, al riesgo que supone la originalidad de tener que pagar su propia fiesta.

Si bien la vinculación entre situación económica y performance electoral es un fenómeno generalizado, en los sistemas políticos desarticulados -como el nuestro- con identidades partidarias tan lábiles, esa correspondencia se torna crítica. La observación merecería la atención de quienes apuestan a la capacidad de recuperación exhibida tras la derrota de 2009 para absorber alguna eventual merma electoral, sin computar que han desaparecido la holgura externa y el excedente fiscal, y con ellos los grados de libertad para hacer política económica.

En tanto, el cisma que la apertura del proceso electoral introduce en la ecología política del conurbano, no puede entenderse como un suceso coyuntural. La emergencia de una alternativa competitiva dentro del panperonismo, abre la expectativa de reagrupamientos potencialmente aluvionales, dado el instintivo fototropismo que distingue a un movimiento siempre propenso a ocupar la vereda del sol.

Las tempranas proyecciones alcanzan a satisfacer aspiraciones apenas minimalistas, de acertado tono en lo institucional, pero notoriamente indiferenciado del agotado sistema de organización económica que nos rige desde hace ocho décadas, caracterizado por la discrecionalidad depredatoria del gobierno. Las razones de ese aparente conformismo sin aspiraciones, tal vez escondan retazos de culpa de una sociedad que legitimó el liderazgo que padecemos, hace sólo veintiun meses. Cabe interrogarse si se animará esta vez a la osadía de un desafío superador, o preferirá la confortable mediocridad de un cristinismo sin Cristina.

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