Un voto formateado por la crisis de 2001




Por Ceferino Reato

Cristina Kirchner deja la Casa Rosada, pero permanece el consenso social que explica el predominio político del kirchnerismo durante los últimos 12 años. Por eso cambia Mauricio Macri, que ahora respalda hasta el fútbol gratis por TV como si se tratara de un derecho humano de nueva generación.

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Se trata de un consenso nacido durante la gran crisis de 2001. Un conjunto de ideas, creencias, valores e intereses que formatea el sentido común y decide el voto de un robusto sector del electorado, ubicado no sólo en la base de la pirámide social.

Las hiperinflaciones de 1989 y 1990 nos habían conducido a un consenso mayoritario basado en el mercado, las privatizaciones, la estabilidad de precios, la inversión, la apertura al capital extranjero y la globalización. Pero la elevada y persistente desocupación de la segunda mitad de los años 90 nos fue empujando hacia el otro extremo: el Estado, las nacionalizaciones, un ingreso mensual garantizado que bien puede provenir de un empleo o un subsidio, el consumo, la producción local y el cierre de la economía.

El estallido de diciembre de 2001 provocó el surgimiento de ese nuevo consenso. Corralito bancario, saqueos, cacerolazos, más de treinta muertos, cinco presidentes en doce días, default, pesificación asimétrica y megadevaluación; etapas de la gran crisis.

En otros países, los consensos sociales son más duraderos. En Alemania, por ejemplo, siguen preocupados por la hiperinflación que en 1923 consolidó al nazismo como alternativa política de las desprestigiadas instituciones liberales de la política y la economía; el ahorro, la inversión y el crédito perdieron relevancia, y surgió una generación volcada hacia el corto plazo y la aventura que respaldó luego las políticas de Adolf Hitler. Por eso, los alemanes son refractarios a toda medida contraria a la estabilidad de precios. En Estados Unidos, por el contrario, el temor social es al desempleo: sus habitantes todavía recuerdan las legiones de hambrientos desocupados de la Gran Depresión, en la década del 30 del siglo pasado.

Nosotros en cambio vivimos de crisis en crisis. Entre 1989 y 1990 soportamos no una sino dos hiperinflaciones, y el recuerdo de esos sufrimientos colectivos duró apenas una decena de años; luego, nuestros temores cambiaron, urgidos por la aparición de otro monstruo: el desempleo y la exclusión que generan la falta de un trabajo o de un subsidio.

Tantas crisis nos han convertido en un país muy volátil. Juan José Llach y Martín Lagos afirman en su libro El país de las desmesuras que hubo doce crisis desde la Segunda Guerra Mundial: siete desde 1970 y cinco a partir de 1980.

Una crisis es siempre un fracaso colectivo que frustra a la sociedad en su conjunto, destruye una parte de su riqueza y aumenta la brecha entre pobres y ricos. En 2001 quedó claro que las crisis empobrecen a un país y generan demandas sociales de similar calidad. La cultura política se vuelve menos sofisticada, más proclive a embargarse en lógicas binarias y maniqueas, a ver las cosas en blanco y negro, sin matices y sin frenos.

Los Kirchner se han sabido mover en ese nuevo contexto como peces en el agua: importaron desde Santa Cruz un método de acumulación política que les dio muy buenos resultados: la división de la sociedad entre buenos y malos, amigos y enemigos, ángeles y demonios. Una cultura política más pobre admite que el empleo genuino pueda ser equiparado a un subsidio social, como hacen las mediciones del Indec desde 2002: la cantidad de personas ocupadas incluye a los beneficiarios de planes sociales.

Pero no es lo mismo un trabajo que un plan social: en un caso, nos encontramos con el medio de vida de un ciudadano, una persona autónoma; en el otro, con el ingreso de un "cliente" que pasa a depender del político o del funcionario de turno.

De todos modos, la estrella de ese nuevo consenso social surgido en la gran crisis es el Estado. No importa si una empresa estatal es ineficiente o da pérdidas; para muchos compatriotas, siempre será preferible a una compañía privada, a la que sólo le preocupa el lucro.

Es el caso de Aerolíneas Argentinas. En la práctica, no tiene presupuesto: puede gastar todo lo que la Presidenta le autorice sin temor a seguir perdiendo dinero. Ninguno de sus directivos será sancionado por eso; tampoco por los retrasos en los vuelos y otras ineficacias.

Que el presupuesto público financie a quienes vuelan por Aerolíneas y al fútbol profesional parece fuera del alcance en un país donde, según la UCA, el 28,7% de su población es pobre o, para usar un dato oficial, uno de cada tres chicos recibe la Asignación Universal por Hijo.

Además, en los últimos años salieron a la luz algunas limitaciones de esas políticas como el gasto público excesivo, el déficit fiscal, la inflación, el estancamiento, la escasez de dólares y el cepo cambiario, entre otras. Estamos gastando mucho más de lo que producimos.

Esos datos de la realidad podrían poner en aprietos al consenso social que formatea a tantos. Pero eso sería después de las elecciones, cuando quien resulte elegido para reemplazar a Cristina Kirchner se haga cargo de esos problemas. Por ahora, la fiesta continúa y hasta Macri se ha tenido que plegar a las políticas medulares del consenso K.

Editor ejecutivo de la revista Fortuna. Su último libro es Doce noches

Publicado en La Nación 


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