El unanimismo, una batalla cultural pendiente



por Luis Alberto Romero

Luego de doce años de vivir en una “guerra cultural”, en un país dividido por “la grieta”, el sorpresivo giro electoral del domingo augura tiempos de calma, apaciguamiento y convivialidad. Para algunos, la batalla cultural ya perdió sentido, o quizás irá quedando gradualmente en el pasado; para otros, será necesario ajustar algunas cuentas. Muchos transitan por alguna banda intermedia entre los dos extremos.

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En mi opinión, ni la revancha ni el olvido constituyen soluciones de largo plazo. Hay que aprovechar este período de relajamiento entre una ola de pasión facciosa que se retira y otra que aún no se vislumbra pero que vendrá para examinar de cerca cómo es esa línea tajante que, cada cierto tiempo, nos divide y enfrenta, para diagnosticar el problema y pensar en cómo enfrentarlo.

Encontraremos algo paradójico: nuestra cultura política profunda no remite a una división sino a una aspiración al unanimismo, entendido como glorificación de la unidad. La fuente de nuestros conflictos políticos y culturales está en la creencia, ampliamente compartida, acerca de la unidad del “ser nacional”, el pueblo o la nación, que lleva a la disputa por su apropiación, por su definición y por la exclusión del “otro”.

Quienes valoran la diferencia y el pluralismo son una reducida minoría que ha pesado poco a la hora de las decisiones y que frecuentemente es descalificada como “liberal” o “cosmopolita”.

La construcción de esta idea unanimista, en un país que surgió y se organizó bajo el signo del liberalismo, explica algunos rasgos de esto que resultó ser un Frankenstein ingobernable.

Sus orígenes remontan a fines del siglo XIX, cuando las élites intelectuales y políticas, abrumadas por el aluvión inmigratorio, empezaron a interrogarse por la esencia nacional, esperando que a la larga modelara y encuadrara una sociedad de apariencia babélica. Lo hicieron en la clave del pensamiento romántico y antiilustrado alemán, prestigioso en esos años, e iniciaron discusiones sobre el “ser nacional” que llegan hasta nuestros días. Solo se coincidía en un punto: el tal “ser” existía y a la vez debía ser fortalecido ante los embates cosmopolitas. Hace poco se creó una secretaría de Estado encargada de coordinar las fuerzas para ese épico combate.

La querella de los intelectuales se convirtió en algo serio, dramático y decisivo con la intervención de tres actores fuertes, de voz potente y performativa: el Ejército, la Iglesia y los movimientos políticos populares. Cada uno dividió las cosas de un modo diferente, pero la forma fue similar.

Para el Ejército, la argentinidad residía en el territorio nacional, esencial e indivisible, amenazado primero por los voraces países limítrofes y luego por las grandes potencias imperiales. En los años sesenta completaron su diagnóstico sumando a la subversión interna.

La Iglesia declaró que la Argentina era esencialmente una nación católica, y que de esa definición se derivaba un modelo orgánico de sociedad y de Estado. Sus enemigos -muchos y uno, como el demonio- eran el liberalismo laicista, los protestantes, los socialistas y las costumbres modernas, como los bailes lascivos o el trabajo femenino.

El radicalismo y el peronismo ingresaron a la política de masas por el mismo camino, declarándose la expresión única de la nación y el pueblo. Esta segunda palabra, que en principio es sinónimo de la primera (el Volk alemán), abrió la puerta, a través de significados encadenados, a la variante populista. Fue un camino diferente, pero coincidente en algo con los dos anteriores: fuera del pueblo solo había enemigos, como el “régimen” de Yrigoyen o la “antipatria” de Perón.

Tres voces diferentes coincidieron en algo: en el pasado y en el presente, el mundo social y político se dividía en dos campos: nosotros y ellos. Esa matriz de pensamiento se enriqueció con nuevos aportes, como el antiperonismo o el anticomunismo, que la reforzaron, instalándola en lo profundo de las creencias sociales, del imaginario, del inconsciente o del sentido común, que refieren más o menos a lo mismo.

Paradójicamente, esta idea de la unanimidad, y el unanimismo no conduce a la convivencia armónica sino a su contrario: la disputa intensa por apropiarse del lugar central y enviar al infierno de la antipatria a los ocasionales enemigos, quienes esperan desplazarlos y retribuirles con su propia medicina.

Es una forma tan poderosa como flexible, que se aplica libremente a las cosas más diversas, según el enunciador y la ocasión. Sobre todo, no es una ideología, en el sentido más clásico del término, que remite a ideas, sino una emoción pasional, que enciende el espíritu de facción y engendra en el otro una pasión similar.

¿Cuántos son los que viven al margen de estas pasiones identitarias? ¿Cuántos son capaces de pensar que ante un problema hay opiniones diversas y legítimas? ¿Cuántos pueden admitir que las personas pueden alinearse de distintas maneras, según la cuestión que se trate? ¿Cuántos sinceramente creen en el valor de una buena discusión, en la que las diferencias no se conviertan en grietas? ¿Cuántos liberales hay realmente?

Me temo que muy pocos. La mayoría tiene, en el fondo de su mente, un enano unanimista, que ordena su pensamiento y dicta sus palabras. A veces está tranquilo en su lámpara, pero emerge apenas se lo frota adecuadamente.

La única terapia posible es sacarlo a la luz, asumirlo como propio, examinarlo y controlarlo, sabiendo que está allí y que difícilmente desaparecerá. Es un emprendimiento difícil para hacerlo en soledad, y requiere un tratamiento similar al de cualquier otra adicción.

Quizás haya que crear grupos de “unanimistas anónimos”, con gente especializada en ver la paja en el ojo ajeno, y dispuesta a enterarse de las vigas en el propio. Quizá momentos como el que se avecina, de calma después de la tormenta, sean los adecuados para comenzar. Recordemos que no duran mucho.

Publicado en Los Andes

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