Por Gonzalo Fiore Viani
Brasil siempre fue un país con vocación de grandeza. Su tamaño continental, sus recursos, su población y su historia lo convierten en un actor que difícilmente podía contentarse con ser un simple espectador de la política mundial. ¿Cuál es su rol geopolítico hoy?
Desde el siglo XX, Brasil acarició la idea de transformarse en potencia global, aunque las limitaciones estructurales, políticas internas inestables y coyunturas económicas adversas le impidieron consolidar ese rol. Hoy, en pleno reacomodamiento internacional hacia un orden multipolar, el gigante sudamericano vuelve a ocupar un lugar central en el debate sobre el futuro del Sur Global y en la redefinición del papel de los BRICS.
América del Sur fue siempre el espacio natural
de proyección del poder brasileño. Desde la Doctrina de Río Branco, a comienzos
del siglo XX, la diplomacia brasileña buscó un equilibrio entre su liderazgo
regional y su inserción en el sistema internacional dominado por potencias
extrarregionales. Sin embargo, a diferencia de México, cuya mirada suele girar
hacia el norte, Brasil construyó una política exterior autónoma, con ambiciones
propias.
Esa vocación se plasmó con mayor fuerza durante
los gobiernos del Partido de los Trabajadores, particularmente en la primera
presidencia de Lula da Silva. En los 2000, Brasil lideró la UNASUR, promovió la
CELAC y fue parte activa de la ola progresista que intentaba construir un
bloque regional con mayor autonomía de Washington. Pero la crisis económica
global, la desaceleración de China y la inestabilidad política doméstica
limitaron sus ambiciones.
Hoy, nuevamente con Lula en el Planalto, Brasil
intenta recuperar parte de esa proyección internacional. La región está
fragmentada, los proyectos integracionistas atraviesan crisis profundas y la
competencia global entre Estados Unidos y China se intensificó. En ese
contexto, los BRICS aparecen como el escenario privilegiado desde el cual
Brasil puede proyectar una influencia mayor a su peso real.
Cuando en 2006 comenzó a gestarse el grupo BRIC
(al que luego se sumó Sudáfrica), Brasil fue uno de los motores de la
iniciativa. La idea era clara: articular a las principales economías emergentes
para ganar voz frente al G7 y disputar espacios de poder en la gobernanza
global. Brasil veía allí una doble oportunidad: escapar del rol subalterno de
América Latina y posicionarse como líder del Sur Global.
Dentro del bloque, Brasil encontró un espacio
que le permitió trascender su condición de potencia regional. El Nuevo Banco de
Desarrollo, con sede en Shanghái y hoy presidido por la ex mandataria Dilma
Rousseff, simboliza esa búsqueda de alternativas al orden financiero impuesto
por el FMI y el Banco Mundial. Aunque todavía lejos de reemplazar a las
instituciones de Bretton Woods, representa una señal de autonomía que Brasil
utiliza para reforzar su discurso de reforma del sistema internacional.
No obstante, el gigante sudamericano mantiene
una posición más moderada que otros miembros del grupo. Mientras Rusia y China
ven en los BRICS una herramienta para confrontar abiertamente con Occidente,
Brasil prefiere un enfoque pragmático, buscando maximizar beneficios sin romper
puentes con Estados Unidos y Europa. En cierto sentido, Brasil cumple dentro
del BRICS el rol de “bisagra”: un actor que legitima la narrativa multipolar,
pero que evita discursos abiertamente confrontativos.
El multipolarismo que defiende Brasil es más
diplomático que militar, más ambiental que geoestratégico, más institucional
que ideológico. Lula intenta posicionar al país como mediador en los grandes
conflictos internacionales: lo intentó, sin éxito, en la guerra de Ucrania; lo
promueve en Medio Oriente y lo refuerza en la agenda climática.
La Amazonía es la carta más fuerte en esa
estrategia. Ningún acuerdo ambiental global puede prescindir de Brasil. Eso le
otorga una herramienta de negociación que trasciende su poder económico o
militar. Lula explota ese rol para presentarse como líder de la lucha contra el
cambio climático, aunque las tensiones entre discurso ecológico y explotación
de hidrocarburos evidencian las contradicciones del modelo de desarrollo
brasileño.
En el plano económico, Brasil sigue siendo un
exportador de commodities. Su relación con China es fundamental: el gigante
asiático es su principal socio comercial, destino de soja, carne y mineral de
hierro. Esa dependencia limita la autonomía brasileña dentro del propio BRICS,
ya que cualquier intento de confrontación con Beijing resulta inviable. Sin
embargo, al mismo tiempo, Brasil utiliza esa interdependencia como un activo
para negociar con Occidente, que ve en el país un posible contrapeso a la
influencia china en la región.
Pese a sus aspiraciones, Brasil enfrenta
límites claros. La polarización política interna, el bolsonarismo como fuerza
aún viva y la fragilidad institucional le restan continuidad a su política
exterior. A diferencia de China o Rusia, Brasil no cuenta con un consenso
estratégico interno sobre su lugar en el mundo. Cada cambio de gobierno implica
un giro, a veces abrupto, en sus prioridades.
A nivel global, su peso económico es relativo: su PIB representa una fracción del de China o India dentro del BRICS. Militarmente, no tiene capacidad de proyección más allá de Sudamérica. Incluso en su propia región, enfrenta dificultades para ejercer un liderazgo indiscutido, con países que prefieren diversificar sus vínculos entre Washington, Beijing y Bruselas. Por eso, más que un polo en sí mismo, Brasil actúa como potencia intermedia, cuya influencia depende de su capacidad de articular alianzas y de ofrecer mediaciones.
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