Imperio avergonzado



Por Abel Posse

No se puede hablar de la grave situación argentina sin relacionarla con la crisis cultural de Occidente.

El escritor estadounidense Shelby Steele escribió recientemente: “El mundo occidental en su conjunto ha padecido hasta ahora un déficit de autoridad moral. Hoy somos reacios a utilizar plenamente nuestro poderío militar para no parecer imperialistas (aunque seamos atacados).

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Somos reacios a proteger nuestras fronteras para no parecer racistas. No rechazamos los nuevos inmigrantes para no parecer xenófobos y hasta en los manuales educativos disimulamos los logros históricos para no parecer arrogantes. Los otros tienen derecho a todo. Occidente vive hoy en la culpa y a la defensiva. Es un imperio avergonzado de ser y de haber sido…”. Un imperio con culpa es como un león con gripe.

Los imperios desaparecen muchas veces en callada implosión, como el soviético en 1989-1991. El occidental hoy corre el peligro de una implosión por hipocresía. Los imperios y las civilizaciones se extinguen cuando dejan de afirmar sus obstinaciones fundantes (religiosas, imperiales, tecnológicas, etc.) (…).

No hay dudas de que vivimos una larguísima decadencia disfrazada de triunfo. El triunfo tecnológico, los triunfos sociales, los triunfos informáticos. Pero, la decadencia espiritual profunda sigue corroyendo a Occidente en forma manifiesta. Produce hombres públicos, políticos que ganan la calle y hasta el poder, pero que en realidad son indigentes culturales. No hemos sabido cultivar la sensibilidad. Hemos sabido destacar la inteligencia y las artes de subsistencia, pero no hemos sabido cultivar la zona más profunda, la que hace a la existencia.

El hombre actual es un exponente menos interesante que el hombre de otros siglos, que en apariencia, o en realidad, estaba muy por debajo de él en conocimientos científicos, tecnológicos y de conciencia racional del universo. Este hecho nos obliga a reflexionar en un sentido positivo. No es suficiente con reconocerlo, porque es evidente. Basta ver cómo los medios de comunicación –tan elogiados– se transformaron en difusores de la “subcultura mundializada”. Entonces, no hay que dar muchas vueltas para comprender qué grado de enfermedad tenemos y cómo hay que superarla.

La modernidad ha creado democratizaciones económicas, sociales, étnicas, raciales. Ha luchado por todo eso. Pero hay una especie de asignatura pendiente, una eterna batalla que nunca se libró, que es la de la revolución espiritual que transforma realmente al ser humano y lo cambia de la condición de “ente ciudadano”, individuo votante, consumidor, trabajador, marido, mujer, padre, madre, y lo lleva a la dimensión de persona: un ser espiritual, con libre albedrío para decidir su vida desde su personalidad. La revolución de la vida interior no se ha planteado. (...)

Occidente se diferencia de Oriente por haber cultivado el conocimiento para el “hacer” pero le falta toda la sabiduría para el “ser”. Esta, creo, es la diferencia esencial, que explica la lenta supremacía asiática y el fin del eurocentrismo que estamos viviendo.(...) Hoy tiene que renunciar a las fiestas crueles o santas, a la fiesta de ser. Hasta tiene que proteger a las bestias que, en la libertad del bosque, lo devorarían, como lo hicieron los tigres gigantes con los dinosaurios vegetarianos. (...)

Ser es grave y casi amoral (el príncipe Hamlet lo experimentó). Pero la voluntad de ser es aburrida y fatal. Desde el humanismo utópico y la razón positivista con la que comienza el siglo XX, vimos los más atroces armamentos, siniestras dominaciones de esclavitud política, formas imperialistas, transculturaciones; centros de opulencia y continentes de miseria. Pero ya podemos ir comprobando que la globalización uniformadora y el financierismo electrodigital son un hipercapitalismo casi anónimo, sin ideologías, que rebasó a los políticos. ¿Cómo defendernos?

Pese a que no parezca, el problema mundial también es argentino, aunque sigamos creyéndonos en el jardín de infantes.

Es bueno para los argentinos recordarnos que somos una provincia de los “confines de Occidente”, como señaló Canal Feijóo. Y las ideas exteriores fueron muchas veces tomadas como propias, sin beneficio de inventario.

Nuestro éxito tenía algo frágil e ilusorio que no se plasmó en formas genuinas, argentinas o latinoamericanas. A Argentina le faltó la solidez final, como una cerámica extraordinariamente moldeada, pero sacada del horno antes de tiempo. Lo cierto es que nos alcanzó la decadencia antes de la culminación del empuje fundador, que había sorprendido al mundo desde aquellos festejos del Centenario en 1910. En 2010 éramos ya un país irrelevante, que conmemoró el segundo siglo de existencia con la chatura de un mísero espectáculo circense en Tecnópolis…

Hoy lo único sorprendente es nuestro reconocido récord mundial de demolición de una sociedad que fue admirable y admirada en el mundo.

Estamos viviendo la muerte de las ideologías viejas (y asesinas y fracasadas, aunque sea en nombre del humanismo). Se derrumban sobre nuestras espaldas las dos grandes direcciones pensadas en el siglo XIX: el liberalismo individualista y democrático, y el marxismo comunista y justiciero. Hoy ir hacia delante es tal vez saber retornar a la casa de los valores propios, saber rescatar la autenticidad.

¿Desarrollo de las cosas o de la calidad de vida? ¿Globalización al servicio de un superpoder mundial o globalización de la solidaridad y del respeto de la diversidad? ¿Comunicación planetaria para la cultura o para la subculturización comercializada mundialmente? ¿Para qué hombre y para qué idea del hombre se gobernará después del fracaso cultural que estamos viviendo?

Para virar de acuerdo a las nuevas circunstancias debemos recomponer como el único techo de la casa propia el aparato de nuestro Estado demolido. Sin un Estado sólido como centro de las decisiones nacionales y regionales seríamos tierra de nadie, campo abierto para la anarquía de los grandes intereses mundiales. Además, sin Estado no hay democracia, porque el poder del demos, más allá de las elecciones y la politiquería, se hace acto cuando el diálogo se sintetiza en políticas de Estado.

El autor es diplomático y escritor. Fragmento del libro Réquiem para la política (Ed. Emecé).

Publicado en www.perfil.com


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