La historia de la América hispana está marcada por una gran frustación del sueño de una gran nación continental próspera, productiva y potencia mundial.
Desde comienzos del siglo XIX, los pueblos de América del Sur mostraron una capacidad extraordinaria para construir proyectos de independencia y desarrollo autónomo. La visión de San Martín y Bolívar se encaminaba a esa gran unidad de los pueblos hispano americanos.
Sin
embargo, ese proceso fue sistemáticamente saboteado por el poder imperial
británico, que había perdido sus colonias norteamericanas y fracasado militarmente en las invasiones de
1806 y 1807. Entonces optó por una estrategia más sutil pero igualmente
devastadora que fue la manipulación intelectual, la fragmentación territorial y
la provocación del enfrentamiento interno en la región.
La
llamada “leyenda negra”, difundida masivamente por el imperio británico, fue el
primer gran acierto de esa estrategia. A través de ella, se desacreditó el
modelo de organización y asimilación que la corona española desarrolló en
América. A partir de la falsificación de la historia y el desprestigio de los líderes
y el proceso de integración cultural fundado en la doctrina de Salamanca.
Esos líderes
fueron y son presentados como bárbaros o tiranos y ese relato sirvió, hasta hoy, para justificar la dependencia económica
y política que convertiría a la América
española en un territorio semicolonial.
Argentina
es un claro ejemplo de esta realidad. A lo largo de su historia, enfrentó la
imposición del dominio británico y luego estadounidense.
Pero
también ha sido escenario de resistencias decisivas,
desde la Reconquista de Buenos Aires, La Vuelta de Obligado y el 17 de Octubre.
De esas batallas emergen dos figuras que encarnan la soberanía nacional y la
justicia social: Juan Manuel de Rosas en el siglo XIX y Juan Domingo Perón en
el XX.
A
ochenta años del nacimiento del movimiento peronista, es más que oportuno
profundizar en estos pormenores. La crisis del sistema político mundial muestra resultados altamente contradictorios. Por
una parte, el desarrollo tecnológico nos atropella de manera apabullante pero
las necesidades para la realización de la felicidad del hombre son tanto o mayores que en 1945.
De
hecho son muchos los líderes mundiales que descubren la doctrina y la
experiencia justicialista y comienza a ser estudiada en profundidad. Paradójicamente,
la dirigencia e intelectualidad argentina ignoran sus contenidos y reniegan de
ella.
Este
ensayo propone un recorrido histórico que conecta 1806, 1845, 1945 y 2025 como
hitos de un mismo conflicto de larga duración: la batalla por la independencia
verdadera, no sólo política y económica, sino también intelectual y cultural.
De la derrota militar a la ofensiva cultural, el viraje estratégico del Imperio Británico (1806-1830)
La colonización intelectual británica convirtió a los futuros dirigentes de las Provincias Unidas en agentes inconscientes o conscientes del interés imperial, mediante la imposición de ideas, modelos económicos y valores funcionales al comercio británico.
Esa
ideas fueron adoptadas propias como principios del liberalismo económico, el
libre comercio y la subordinación a los mercados metropolitanos. En el caso del
Río de la Plata, esa influencia se canalizó a través de múltiples vías:
• El endeudamiento externo, iniciado con el empréstito Baring Brothers en 1824, que sentó las bases de una dependencia financiera crónica.
• La educación dirigida por intelectuales anglófilos, como Rivadavia y Sarmiento, quienes promovieron una visión eurocéntrica, despreciativa de lo propio y abiertamente hostil a la tradición hispanoamericana y popular.
• La prensa y las sociedades científicas, donde se cultivaban los valores del liberalismo individualista, el desprecio por lo “bárbaro” (es decir, el pueblo criollo, mestizo y gaucho), y la admiración por el modelo británico.
Este
modelo cultural no sólo afectó la economía, sino también la identidad de las
clases dirigentes. Como señaló Raúl Scalabrini Ortiz, “el país fue colonizado no solo en sus
recursos, sino en su alma”, a través de la imposición
de una estructura mental extranjerizante que se perpetuó en las instituciones,
las universidades, el periodismo y la política.
Fue
en este contexto que se consolidó una oligarquía local, terrateniente y
comercial, cuya lealtad no estaba con el país profundo, sino con Londres y sus
intereses.
La
Argentina nacía, por tanto, como una nación formalmente independiente, pero
intelectualmente subordinada. La batalla por la soberanía no estaba ganada con
la retirada de las tropas británicas, sino que recién comenzaba en el terreno
mucho más complejo y duradero de las ideas, la educación y la economía. Éste
fue el escenario que dio origen a las luchas del siglo XIX, en las que surgiría
la primera gran figura de resistencia nacional: Juan Manuel de Rosas.
Juan Manuel de Rosas y la resistencia nacional
La Vuelta
de Obligado como símbolo de Soberanía (1845)
Frente al avance implacable de la penetración británica en el Río de la Plata, un liderazgo político surgido desde las entrañas del territorio logró, por primera vez, frenar el avance del imperio no sólo con armas, sino con una concepción profundamente nacional del poder. Ese liderazgo fue el de Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires, quien desde su llegada al poder en 1829, desarrolló un modelo político fundado en tres pilares fundamentales: la soberanía nacional, el orden interno y la defensa de los intereses populares frente a las potencias extranjeras y sus aliados internos.
Rosas entendía con claridad que la lucha por la independencia no había terminado con la declaración de 1816. Su gobierno se propuso consolidar una Argentina políticamente unida y económicamente autónoma, en un contexto regional y global donde los intereses imperiales —especialmente los británicos y franceses— presionaban para convertir al Río de la Plata en una zona de libre comercio y control indirecto. La resistencia de Rosas no fue sólo política y militar, sino también doctrinaria: rechazó el libre comercio irrestricto, defendió el proteccionismo, controló las aduanas y sostuvo la soberanía sobre los ríos interiores, que eran el objetivo central de las potencias extranjeras para expandir su comercio fluvial hacia el interior del continente.
El punto culminante de esta resistencia fue la Batalla de la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre de 1845. En esa fecha, las escuadras de Francia y Gran Bretaña, aliadas a los enemigos internos de Rosas, intentaron forzar el paso del río Paraná para comerciar libremente con el interior del país, violando la soberanía nacional. Las fuerzas argentinas, al mando de Lucio Mansilla, ofrecieron una resistencia heroica a pesar de la desventaja tecnológica y numérica. Aunque la batalla fue una derrota táctica, se transformó en una victoria política: la opinión pública internacional condenó la agresión, y finalmente ambas potencias se vieron obligadas a retirarse y reconocer la soberanía argentina sobre sus ríos interiores.
La Vuelta de Obligado quedó grabada en la historia como un símbolo de dignidad y autodeterminación. En palabras de Scalabrini Ortiz, Rosas “puso límites al imperio cuando todos los demás se inclinaban”. Su figura, sin embargo, fue rápidamente demonizada por la historia oficial escrita por los vencedores de Caseros, quienes lo acusaron de tirano, bárbaro y enemigo del progreso. Detrás de esta campaña de desprestigio se encontraba no solo el odio de la oligarquía porteña, sino también el interés de borrar el antecedente de un proyecto nacional autónomo que había desafiado con éxito al poder imperial.
El exilio de Rosas en 1852 y la posterior restauración del orden liberal, encabezada por Mitre y Sarmiento, significaron el regreso del país al modelo agroexportador dependiente, centrado en Buenos Aires y funcional a los intereses británicos. Pero la memoria de Rosas como precursor de una Argentina soberana y federal sobreviviría en las capas profundas del pueblo, y reaparecería con fuerza en el siglo XX, encarnada en otro liderazgo popular, el de Juan Domingo Perón.
El siglo XX y la continuidad del modelo dependiente hasta la irrupción del peronismo (1852–1945)
La caída de Rosas en 1852 marcó el inicio de una etapa de restauración liberal y dependiente en la historia argentina. El país fue reorganizado bajo un modelo agroexportador subordinado a los intereses del Imperio Británico, con el puerto de Buenos Aires como centro privilegiado de una economía extractiva orientada a la exportación de materias primas e importación de productos manufacturados. Este esquema consolidó una estructura de poder oligárquico, basada en la gran propiedad terrateniente, el control del comercio exterior y una cultura profundamente extranjerizante.
Los principales ideólogos del régimen —Mitre, Sarmiento, Alberdi— construyeron un discurso que legitimaba esta dependencia bajo la máscara del “progreso”, la “civilización” y la modernización. Sin embargo, ese progreso era profundamente desigual y se sostenía en la exclusión de las mayorías populares, la marginación del interior del país, y la subordinación al capital extranjero, especialmente británico.
Durante esta etapa, Gran Bretaña logró controlar sectores clave de la economía nacional:
• Los
ferrocarriles,
orientados a llevar la producción agraria al puerto, no a integrar el
territorio.
• Los bancos y el sistema
financiero, que respondían a intereses externos.
•
Los servicios
públicos urbanos, como la electricidad, el agua, el gas y los teléfonos.
•
El
comercio exterior, con el predominio del capital británico en las exportaciones e importaciones.
El pacto Roca-Runciman de 1933 fue la máxima expresión de esta dependencia. En plena crisis mundial, la Argentina aceptó condiciones humillantes para mantener el acceso a los mercados británicos, asegurando privilegios para las empresas inglesas a cambio de una participación limitada en las exportaciones de carne.
De hecho, Julio Argentino Pascual Roca, hijo del “Zorro”, llegó a decir sin disimulo: “La Argentina es prácticamente una colonia británica”. La élite dirigente, en lugar de rebelarse, profundizó su sometimiento.
Este modelo excluía sistemáticamente al pueblo trabajador, que empezaba a organizarse en sindicatos y movimientos sociales. Pero hacía falta una síntesis política capaz de disputar el sentido común dominante, reorganizar el Estado, y enfrentar de forma directa el poder del capital extranjero y sus aliados locales.
Esa síntesis llegó en 1945, con la irrupción del peronismo. El 17 de octubre de ese año, los trabajadores se movilizaron espontáneamente desde los márgenes sociales hacia el centro del poder político. Lo que estaba en juego no era solo la figura de Juan Domingo Perón, sino la posibilidad de construir una Argentina socialmente justa, económicamente independiente y políticamente soberana, en abierta contradicción con el modelo semicolonial que se arrastraba desde 1852.
Pero el peronismo fue más que un proyecto económico soberano, fue una revolución social, económica y cultural. Por primera vez, los trabajadores no solo eran reconocidos como sujetos económicos, sino también como actores políticos centrales.
El Estado dejó de ser el gendarme de la oligarquía para convertirse en garante de derechos de los ciudadanos; en libertador de la dependencia económica al saldar la deuda externa, en impulsor del desarrollo industrial y tecnológico; en el promotor de la accesibilidad a todos los niveles de educación y sanitarios, en el defensor de la soberanía y los recursos naturales.
Todo esto respondía a una concepción profundamente novedosa en la historia argentina: la economía debía estar al servicio del bienestar del hombre y no al revés.
Esta concepción no solo fue un planteo teórico sino que fue realizada en la acción del gobierno peronista tomando como ordenador al trabajo. Toda esta verdadera revolución fue institucionalizada en la reforma constitucional de 1949, en la que también se incorporó la participación ciudadana en la política, pues ya Don Arturo Sampay había advertido sobre la crisis de representatividad del sistema demoliberal.
Pero las clases dominantes, ahora aliadas no solo al viejo imperio británico sino también al emergente imperialismo estadounidense, respondieron con odio y violencia, incapaces de aceptar la pérdida de privilegios. En 1955, una vez más, la historia se repitió: un golpe de Estado derrocó a un gobierno popular con el objetivo de restaurar el orden oligárquico y dependiente.
1955–2025: La restauración del orden dependiente y la batalla cultural por la soberanía
El derrocamiento de Juan Domingo Perón en septiembre de 1955 no fue un simple cambio de gobierno, fue un intento sistemático de destruir un modelo de país. La autodenominada “Revolución Libertadora” no solo proscribió al peronismo como fuerza política y persiguió a sus militantes, sino que inició una profunda operación de desperonización cultural, que tenía como objetivo borrar del imaginario colectivo la idea misma de justicia social, soberanía económica y participación popular.
Se restauró rápidamente el viejo orden: se reanudaron los vínculos subordinados con los centros de poder económico mundial, se desmantelaron las empresas del Estado, se frenó el proceso industrial, y se inició un nuevo ciclo de endeudamiento externo. Pero quizás el golpe más duradero fue el que se dio en el campo de la cultura: los medios de comunicación, las universidades, las cátedras, los manuales escolares y la prensa “respetable” comenzaron a reescribir la historia, reinstalando el viejo relato liberal y antinacional.
Arturo Jauretche llamó a ésto como “la colonización pedagógica”: una forma de dominación más sutil, pero igual de eficaz, que consistía en imponer como “sentido común” los valores del liberalismo económico, el individualismo meritocrático, el desprecio por lo propio y la admiración acrítica por el mundo anglosajón.
La historia oficial volvió a glorificar a Mitre y a Sarmiento, mientras ocultaba o demonizaba a Rosas, a los caudillos federales y al propio Perón.
Durante las décadas siguientes, la tensión entre EEUU y la URSS, focalizó el conflicto armado en Corea, Vietnam, Afganistán y también en América del Sur. Fue una competencia ideológica, económica y militar, donde Argentina fue un escenario clave.
Las guerrillas de izquierda (apoyadas por la URSS) y el apoyo de Estados Unidos a dictaduras anticomunistas en Argentina, como el golpe de 1976, que incluyó asistencia militar y financiera bajo el marco del llamado Plan Cóndor.
El regreso de la democracia, la distracción ideológica y la neutralización del pensamiento crítico
Desde 1983 ya en democracia y los sucesivos gobiernos, sean progresistas o neoliberales, reprodujeron el esquema de dependencia económica y financiera reinstaurado por Martínez de Hoz.
En lugar de fomentar un pensamiento crítico auténtico, centrado en los problemas estructurales de América Hispana (como la dependencia económica, la desigualdad, la deuda externa, la destrucción de la industria nacional o el saqueo de los recursos naturales), se promueve una agenda superficial y fragmentada, con temas que desvían hacia cuestiones identitarias o morales importadas del Norte Global. generan una polarización emocional que impide el análisis estructural e impiden una visión estratégica de nación o de bloque regional.
Una población
distraída con supuestas
guerras culturales no se
organiza para luchar por sus propios intereses
El Consenso de Washington, proyecto
de dominación “blanda”
El Consenso de Washington, formulado en 1989, establece un conjunto de políticas económicas neoliberales que países como Argentina debían adoptar para “modernizarse”. Privatizaciones, apertura económica, reducción del gasto público, liberalización financiera, flexibilización laboral.
Estas medidas no solo debilitaron al Estado como actor soberano, sino que generaron una nueva estructura de dependencia, ahora más sofisticada y globalizada.
¿Cómo se relaciona esto con la manipulación ideológica?
En este esquema, el progresismo superficial actúa como tapadera cultural del neoliberalismo económico mientras se defiende el lenguaje inclusivo o el cupo trans, se privatizan recursos estratégicos o se renuevan pactos de deuda ilegítima.
La supuesta guerra cultural ocultan las verdaderas luchas por la soberanía política, la independencia económica y la justicia social. Se cambia la narrativa: del obrero vs. patrón por hombre vs. mujer, blanco vs. indígena, hétero vs. LGBT. Se fragmenta lo colectivo.
Se reemplaza el proyecto nacional por agendas ONG-istas. La agenda ya no la marca el pueblo ni sus representantes legítimos, sino fundaciones extranjeras, multinacionales “progresistas”, o expertos internacionales.
Colonialismo 2.0, desde el garrote militar
al soft power ideológico
En la época de las dictaduras, el control se ejercía con violencia directa. Hoy, el dominio es más sutil:
Cultural con Netflix, TikTok, Hollywood, Spotify, que moldean los deseos y las aspiraciones.
Educativo con currículas adaptados a estándares OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), énfasis en emprendedurismo y habilidades blandas vs empleo registrado.
Académico con las universidades cooptadas por organismos multilaterales generando constante producción de conocimiento funcional al sistema.
Ya no necesitan invadirnos con tanques,
basta con colonizar nuestra mente y nuestra escuela para que pensemos
contra nuestros propios intereses.
Argentina es un caso testigo del laboratorio ideológico
Argentina
ha sido campo de prueba para muchas de estas ideas. Educación universitaria
gratuita y crítica, pero progresivamente vaciada por reformas pseudo
“modernizantes”; desindustrialización sistemática desde la dictadura,
consolidada en los 90, y justificada con discursos de modernidad; promoción de
identidades múltiples sin proyecto nacional común, fragmentación del tejido
social.
El
resultado de todo este proceso es una juventud despolitizada o confundida. Una
élite académica alineada con modelos foráneos. Una dirigencia cultural
funcional a intereses globales. Una sociedad fragmentada, sin horizonte común.
Mientras tanto,
el extractivismo continúa, la deuda se renueva,
las reservas se fugan, y el pueblo
sigue empobreciéndose.
“Quién dijo que todo está perdido...”
A pesar de ésto, a lo largo de estas décadas, la idea del proyecto nacional resiste en la cultura de los argentinos, en los sindicatos, en algunos espacios académicos, en sectores de las Fuerzas Armadas, en expresiones del arte y la literatura.
La batalla cultural nunca cesó, aunque no siempre tuviera
la centralidad que exige
el momento histórico.
Esta penetración cultural también se infiltró dentro de las filas de la
dirigencia del Peronismo. De este modo lo fueron vaciando de contenido
doctrinario y privándolo de su
carácter movimientista. Hoy ha quedado
reducido a un partido más de los que marchan
al ritmo de los intereses del poder concentrado.
Resulta indispensable fortalecer alternativas desde perspectiva
nacional e hispanoamericana. Debemos recuperar el debate sobre el proyecto de
país. Es crucial la formación cuadros intelectuales y políticos con
compromiso patriótico y popular. Es un deber visibilizar, denunciar y resistir
al colonialismo
cultural disfrazado de progreso.
Es
enorme la tarea que nos queda por delante y sin dudas el justicialismo es una
poderosa herramienta para lograrlo.
Recuperar
el pensamiento nacional no es un gesto de nostalgia, sino una necesidad
estratégica.
En
2025, a ochenta años del 17 de octubre de 1945 y a 180 años de la Vuelta de
Obligado, la Argentina enfrenta
nuevamente el desafío de completar su independencia.
Es
indudable que el Justicialismo, que se destaca por la capacidad para articular
demandas populares, reivindicar la soberanía política, la independencia
económica y la justicia social, es un actor clave para comprender los procesos
históricos del país.
No
obstante, los desafíos contemporáneos, marcados por la fragmentación social, la
crisis institucional y la pérdida de sentido colectivo, exigen una relectura
crítica de nuestra tradición política en su conjunto.
En
ese sentido, la reconstrucción nacional requiere recuperar no sólo los aportes
del peronismo, sino también aquellos legados previos que dieron forma a una
conciencia nacional. La figura de Juan Manuel de Rosas, en tanto defensor del
federalismo y la soberanía frente a las presiones extranjeras, representa un
antecedente fundamental en la lucha
por la afirmación de un proyecto autónomo y popular.
Superar
el actual estado de desorden no será posible sin un consenso amplio que
convoque no solo al peronismo, sino también a las distintas corrientes
ideológicas que han contribuido a la construcción
de la Nación. Sólo a través de una síntesis que respete la diversidad y
promueva la unidad
nacional será posible avanzar hacia un horizonte de
desarrollo inclusivo, democrático y soberano.
“Trabajadores, únanse, sean más hermanos que
nunca. Sobre la hermandad de los que trabajan ha de levantarse en esta hermosa
tierra la unidad de todos los argentinos”
"La verdadera reconstrucción nacional comienza por la reconstrucción del hombre."
“Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”
(Juan Domingo Perón)
Dr. Jorge Alberto González
Grupo Sampay - Director General
Monte Grande, 17 de octubre de 2025

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