Un pacto político que asegure gobernabilidad


Por Eduardo Duhalde*

Todos los pueblos alimentan su historia con mitos. En el terreno de la política también existen creencias que se generalizan hasta transformarse en mitos, que a veces obstruyen el camino que lleva a construir una democracia plena.

Veamos dos de ellos, de indudable vigencia, que deberíamos reducir a la categoría de zonceras con la que Arturo Jauretche castigara tanto lugar común erigido en hondura del pensamiento.



Mito I: La muerte de los partidos

El primero es "el mito de la muerte del Partido Justicialista y la Unión Cívica Radical". Esta mentada muerte a veces se produce en simultáneo y, a veces, muere uno de los dos, con lo cual se exalta la vitalidad del otro. Contabilizando, a la UCR se le extendieron certificados de defunción en 1930, en 1946, en 1958, en 1966, en 1973, en 1976, 1989 y en 2001; al PJ en 1955, 1958, 1963, 1966, 1976, 1983, 1999, y hace un mes atrás. Tanto en 1966 como en 1976, ambos partidos fueron declarados muertos por sendas dictaduras militares de las que sólo quedan funestos recuerdos.

En el recorrido de tanto análisis superficial, tanto el PJ como la UCR han muerto muchas más veces, al punto de que se trataría de muertos vivos tan reincidentes que empalidecerían a las más truculentas películas de terror. Sin embargo, un dato refuta por sí solo esta zoncera: en la escala institucional de la vecindad, donde se expresan con contundencia los sentimientos populares, más del 80% de los municipios son gobernados por justicialistas o radicales desde hace décadas. Esta sola referencia es demostrativa de la endeblez mitológica de los funerales partidarios.

Sin equivocarnos, podemos afirmar que existe en la Argentina un sistema bipartidista no demasiado original: Europa lo tiene, formado grosso modo por socialcristianos y socialdemócratas y Estados Unidos por republicanos y demócratas, fórmula que replicó durante mucho tiempo la mayoría de los países latinoamericanos.

Mito II: El radicalismo no puede gobernar

El segundo mito reza: "la UCR no puede gobernar y sólo el PJ garantiza la gobernabilidad". Contrastando con la realidad, los radicales -Yrigoyen/Alvear/Yrigoyen- gobernaron entre 1916 y 1930, el período más largo en el que un partido político se mantuvo en el poder mediante sufragio libre. Y hubieran continuado de no haber sido derrocados por un golpe militar. Arturo Illia gobernó entre 1963 y 1966, cuando fue desplazado por otro golpe militar, y Raúl Alfonsín gobernó entre 1983 y 1989. Este mito pretende sustentarse en la fallida experiencia de la Alianza, que nos llevó a la crisis política, social y económica más profunda de nuestra vida democrática. Y es un mito particularmente negativo, porque si fuera cierto que la UCR no puede gobernar, la responsabilidad del PJ sería casi intolerable y despertaría convicciones hegemónicas de alto costo para la sociedad argentina.

Y aquí refuto la segunda parte del silogismo. De ser verdad -que no lo es-, el hegemonismo imposibilitaría todo pacto de gobernabilidad. La fuerza política que se convence de que sola puede resolver los problemas del país, y, por tanto, descree de todo acuerdo y consenso político, deja fuera de la agenda cualquier construcción de políticas de Estado, algo que la Argentina precisa tanto como el aire que respiramos los argentinos.

Acuerdos del Bicentenario

En nuestro país, la discusión sobre los pactos es singular: a la par de que suele atribuírseles una finalidad espuria, siempre se vuelve al ejemplo de los Pactos de la Moncloa. ¿Qué impide que los argentinos suscriban pactos similares a los que tanto alaban cuando ven que los hacen otros? Respuesta: las tendencias hegemónicas, presentes incluso en el gobierno de Raúl Alfonsín, cuando se jugó con la idea del "tercer movimiento histórico"; durante el gobierno de Carlos Menem -recordar el empeño puesto en la re-reelección-; y que han estado también en el actual gobierno, que pensaba sumar un Kirchner más otro Kirchner más...

¿El error fundante de los fracasos de los últimos años no ha sido la alquimia de los partidos mayoritarios en propuestas electorales unificadas, como ocurrió con la Alianza y la Concertación del gobierno kirchnerista? ¿No es hora de que gobernadores, legisladores e intendentes se reagrupen de acuerdo a sus convicciones originarias para iniciar por separado, pero alumbrando consensos, la marcha hacia políticas de Estado?

Hoy, la desaparición de las hegemonías -expresadas en grandes liderazgos- ha dado lugar a terreno fértil para -por fin- poder avanzar en la concreción de estos acuerdos, que imagino plasmados en 2011 para que el próximo gobierno constitucional pueda contar con la más contundente herramienta de gobernabilidad que haya tenido nuestra historia. El complejo escenario político actual -aunque suene paradójico- es un buen momento para el acuerdo entre el PJ y la UCR, además del socialismo y la nueva fuerza de centroderecha; tienen que constituir el núcleo duro, el primer anillo que proteja estos consensos básicos.

Pero allí no acaban las representaciones de peso. La situación privilegiada que hoy tienen los medios de comunicación requiere de su acompañamiento para funcionar como un segundo anillo protector de las políticas de Estado. Finalmente, el tercer anillo no puede sino ser constituido por las iglesias representativas de la fe de los argentinos y la sociedad civil, a través de sus organizaciones de índole sindical, empresarial y no gubernamentales.

El pacto, para ser de todos, debe ser con todos. Con el terreno más fértil que nunca, no podemos permitirnos perder esta oportunidad. Es un desafío a la capacidad de nuestra dirigencia.



Publicado en Clarin / 03.08.2009

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Renta de Inclusión social: un avance como el voto secreto y universal

Por Eduardo Duhalde (*)


Los tiempos de crisis tienen, entre todas sus desventajas, una ventaja evidente: obligan a la sociedad a pensar en problemas que, de otra manera, son sistemáticamente eludidos.

Así, el avance de la pobreza extrema y la exclusión social ha instalado un debate generalizado sobre cómo hacer para terminar con una realidad que ya no es compatible con los más elementales principios éticos de la enorme mayoría de las personas.

En todo el mundo y en todos los ámbitos –incluidos los hasta hace poco inconmovibles organismos financieros internacionales– se analizan propuestas para acabar con este flagelo.

Entre todas ellas, hay una que se destaca por su efectividad y su factibilidad: la renta de inclusión social o renta de ciudadanía, un sistema que, para explicarlo en pocas palabras, define el derecho a la subsistencia como un derecho humano básico y, en consecuencia, otorga a todos los ciudadanos de un territorio el derecho a percibir una renta mínima que garantice su subsistencia.

Hoy, todos los países de la Comunidad Europea están muy avanzados en el camino de la instalación de este sistema. En Alaska funciona a pleno desde 1982.

También en América del Sur hay países que han tomado la delantera. Brasil, con el programa Bolsa Familia. Bolivia, con el bono Juancito Pinto y la Ley Dignidad. En la Argentina, el Plan Jefas y Jefes, hoy desnaturalizado, vaciado de contenido y viciado de clientelismo, fue concebido en la misma dirección.

Sé que hay quienes piensan que estos programas no son sino otra vuelta de rosca en el camino del clientelismo político, la destrucción de la cultura del trabajo y la abierta promoción de la vagancia. No será en este breve escrito donde encontrarán respuesta a esas objeciones. Diré aquí, simplemente, que la debilidad de esos argumentos se irá desnudando cuando el tema se discuta y a medida que la ciudadanía se informe.

Si se me permite una digresión histórica, la renta de inclusión social es hoy un avance tan monumental como lo fue, en su momento, el voto secreto y universal. Y es tan poco conocida y tan resistida, incluso entre quienes serían sus principales beneficiarios, como lo fue aquél.

Quiero, sí, responder brevemente a dos objeciones que inevitablemente surgen cuando se propone el tema. La primera es que un sistema de estas características puede dar lugar a injusticias y a actos de corrupción. Mi respuesta es sí. Está claro que, en Argentina, la renovación del marco ético de la política debe ser el gran paraguas bajo el cual se realice ésta o cualquier otra reforma. Sin control, transparencia y honestidad, toda buena intención inevitablemente naufragará.

Y la segunda es que no alcanza con la subsistencia. Se necesita salud, educación, trabajo… Nuevamente estoy de acuerdo. No es solamente con la renta de inclusión social que resolveremos todos los problemas de los argentinos.

Un ejemplo ilustrativo: la Argentina no puede mantener la actual estructura demográfica, en la que el 60% de la población se concentra en menos del 22% del territorio. De continuar esta tendencia, pronto las grandes ciudades tendrán no ya tres, sino cuatro, cinco o seis cordones de pobreza rodeándolas.

Mi respuesta es que el derecho de arraigo, es decir, el derecho a ser dueño de una fracción del territorio nacional en la cual vivir, debería ser tan universal como la renta de inclusión social. Sólo así se constituirá un capitalismo de amplísima base que permita un desarrollo armónico de la nación. Para ello, es necesario promover la creación de fuentes de trabajo descentralizadas, desarrollar una infraestructura de comunicaciones que termine con el aislamiento de las comunidades y un sólido sistema de educación y salud, entre otras acciones simultáneas.

Para finalizar, una objeción que aparece cuando todas las demás se han dirimido: todo esto es muy difícil y lleva tiempo. Una vez más, de acuerdo. Es difícil y lleva tiempo, como todas aquellas cosas por las que vale la pena luchar.

Publicado en Diario Perfil – Sábado 01.08.2009



*Ex presidente de la Nación.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mariano tus articulos de politica me parecen muy acertados tenes mucha claridad en lo que escribis te felicito!!!
Tu amiga Adriana!!!!

Anónimo dijo...

Duhalde se hace el democrata y fue el quien hizo tambalear al gno de Dela Rua Lidia