La desmesura como lección, ayer y hoy

por Carlos Pagni

Sobre el filo de la medianoche del martes 23 de marzo de 1976, María Estela Martínez de Perón, Isabel, abordó en la azotea de la Casa Rosada el helicóptero que debía llevarla a Olivos. Minutos antes, su ministro de Defensa, José Deheza, le había comunicado que el golpe de Estado, sobre el que la había alertado José López Rega desde España, no se iba a producir.
Isabel volvía más tranquila hacia la residencia, acompañada por su secretario, Julio González, y su custodia. Dos minutos después de levantar vuelo, uno de los policías tomó su arma y gritó: "¡Nos están llevando hacia otro lado, estamos sobre el río!". El edecán naval adujo un desperfecto: "Señora, debemos aterrizar en Aeroparque". La presidenta giró hacia González: "No se preocupe, doctor. Es pura acción psicológica". Para leer el artículo completo, cliquear en el título
Un vicecomodoro esperaba en la pista y condujo a Isabel a las oficinas del jefe de la base. Llegados allí, la hicieron pasar. En cambio, González fue detenido por un empellón: "Lo siento, doctor", dijo el aeronauta. La presidenta de la Nación había sido secuestrada.
Así comenzó el 24 de marzo. Así ingresó la Argentina en la dictadura más tenebrosa de su historia. Nadie podía suponer que esa noche a las Fuerzas Armadas les estaba llegando el lento final de su participación en la política.
Como sostiene Eric Hobsbawm, los historiadores suelen hacer más daño con el anacronismo que con la mentira. Es imposible que la sociedad argentina se reconozca en aquella de los años 70 sin reconstruir el contexto en el que se desarrollaba la vida pública. Desde el Cordobazo, en 1969, la lucha armada fue una opción cada vez más habitual para la izquierda. En la estela de la revolución cubana, la guerrilla entendió que la violencia no se justificaba sólo para resistir a un gobierno ilegítimo, sino que era el método más eficiente para la socialización de la riqueza. En ese clima mental, organizaciones como Montoneros y ERP aceleraron su militarización aun después del restablecimiento de la democracia, en 1973. El asesinato de José Ignacio Rucci, dos días después de las elecciones que reinstalaban a Juan Domingo Perón en el poder, expresa ese mesianismo revolucionario que Pablo Giussani calificó como "la soberbia armada".
Aquella edad oscura tampoco resulta comprensible si se olvida que, a partir de 1930, el Ejército desembarcó en la vida pública como un agente político sistemático. Esas incursiones se inspiraron casi siempre en una concepción de raigambre católica, fundamentalista, elaborada durante la gran crisis internacional del liberalismo de los años 20 y 30. En el marco de esa ideología las Fuerzas Armadas se atribuyeron la custodia del "ser nacional" y, con ella, el derecho a arbitrar en el juego democrático. En los extremos de esta visión, la dictadura no era un recurso al que había que resignarse. Era un modelo de gobierno.
Estas dos corrientes tenían en común la impugnación de la democracia republicana como una forma retardataria o errónea de organización del poder. Ambas colaboraron en modelar aquella Argentina de 1976 cuyo signo principal fue la violencia. La convulsión que siguió a la muerte de Juan Domingo Perón se había vuelto incontrolable. La inestabilidad económica sometió a Isabel a fuertes presiones corporativas. El Rodrigazo de junio de 1975 desató una carrera de precios y salarios que, para marzo del año siguiente, era imparable: ese mes el ministro Emilio Mondelli dispuso un aumento salarial del 12%, y otro tarifario del 100 por ciento.
Junto con el descontrol económico recrudecía la lucha armada. Durante 1975, Montoneros y ERP atacaron innumerables blancos militares, policiales y civiles. El presidente provisional del Senado, Italo Luder, emitió el 5 de febrero de 1975 el decreto que disponía "neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos" que asolaban Tucumán. Para fin de año, la orden se extendió a todo el país.
El gobierno intentó incorporar a su seno a las Fuerzas Armadas, siguiendo el modelo vigente en el Uruguay de Juan María Bordaberry. El Ejército se acercó a Isabel a través de una de sus líneas, la del "profesionalismo integrado". En agosto de 1975 el general Alberto Numa Laplane llegó a la jefatura de la fuerza, y el coronel Vicente Damasco, al Ministerio del Interior. El experimento fue efímero: el 25 de agosto Numa Laplane fue destituido por el "profesionalismo prescindente" del general Jorge Rafael Videla. El camino hacia el golpe se había iniciado.
En enero de 1976 los comandantes comenzaron a planear la caída de Isabel. Parecía obvio: en Brasil, Chile y Perú había gobiernos militares. A propósito de Brasil, Oscar Camilión recuerda la llegada a Buenos Aires del político y militar Juracy Magalhaes, para explicar que la situación argentina afectaba la seguridad de su país.
En febrero, un grupo encabezado por el general Alberto Dalla Tea y el coronel José María Tesi Baña comenzó a examinar propuestas económicas. Fueron desde José Alfredo Martínez de Hoz hasta el radical Bernardo Grinspun.
El 20 de febrero se convocaron elecciones para diciembre. El 9 de marzo, el gobernador bonaerense, Vittorio Calabró, denunció que "el gobierno nos ha estafado". Calabró ya integraba la trama del complot, como se demostró más tarde: el interventor militar que lo reemplazó, Adolfo Sigwald, lo despidió con honores.
La dirigencia política no daba con el procedimiento que evitara una asonada de la que, como dijo Deolindo Bittel, "hablan hasta los mudos". Un grupo de diputados, encabezado por la jujeña María Cristina Guzmán, consiguió el consenso de la UCR para iniciar el juicio político a Isabel. La sesión quedó habilitada, pero la rama del PJ encabezada por Luis Sobrino Aranda, que acompañaba la propuesta, no dio los votos. Italo Luder se negaba a suceder a la viuda de Perón.
La historia se precipitó. The New York Times, la biblia de la corrección política, se preguntó cuándo sería reemplazada la "aturdida y trágica figura instalada en la Casa Rosada". El 20 de marzo, el titular de la CGT, Casildo Herrera, cruzó a Montevideo y avisó: "Me borré".
El 23 de marzo Ricardo Balbín dijo que, "pase lo que pase, la gente tiene que mantener la calma". En el Hospital Militar se dispuso el estado de emergencia. El cronista de Radio Rivadavia consigna que los diputados se llevan sus pertenencias del Congreso. La Razón salió a la calle con esta tapa: "Todo está dicho".
No todo estaba dicho. La violencia seguiría enseñoreándose de la Argentina, y la institucionalidad, lejos de reponerse, descendería a su grado cero con la desaparición forzada de personas, que ya se había iniciado bajo el gobierno peronista. Algunos antecedentes desaconsejaron a los militares los juicios sumarios y los fusilamientos. El decisivo tuvo lugar el 27 de septiembre de 1975, cuando Francisco Franco condenó a muerte a varios militantes de ETA, provocando una ola de pedidos de piedad -entre ellos el de Pablo VI-, huelgas y levantamientos en toda España.
La opción por la desaparición de personas fue la fisura lógica y moral del régimen, expresada en el patetismo con que Videla, en una conferencia de prensa, intentó pensar lo impensable: "En tanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido. Si el hombre apareciera, tendría un tratamiento ?x', y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tendrá un tratamiento ?z'. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial. Es una incógnita. Es un desaparecido. No tiene entidad. No está. Ni muerto ni vivo. Está desaparecido".
Los esfuerzos de un grupo de civiles, coordinados por el radical Ricardo Yofre, subsecretario de la Presidencia, para acelerar una salida democrática quedaron sepultados bajo la competencia facciosa y sanguinaria de un haz de caudillos castrenses: Massera, Camps, Suárez Mason. Raúl Alfonsín estuvo entre esos dirigentes frustrados, aconsejando, en enero de 1977, la convocatoria a una constituyente y la instalación de un gobierno cívico-militar de transición, presidido por Videla.
Pero la dictadura que, bajo el nombre de Proceso de Reorganización Nacional, se inició el 24 de marzo de 1976 es uno de esos acontecimientos en los cuales, como enseña Hannah Arendt, los métodos desbordan a los objetivos. La restauración de la democracia de 1983 iba a ser el resultado de su fracaso, no de su éxito. Con su calamitoso derrumbe, terminó ajustando a las Fuerzas Armadas a su rol constitucional.
El golpe podría ser recordado, hoy, como el Apocalipsis que, sangriento y definitivo, clausuró un largo ciclo autoritario. Pero esta evocación pecaría por su exceso de optimismo.
El brutal atropello a derechos elementales y la exposición abierta de la violencia física impiden observar algunas continuidades entre aquella experiencia militar y este presente democrático. La Argentina eliminó de su batería de "soluciones" la opción castrense. Pero una parte de ella sigue confiando, como en 1976, en que la política puede ser redimida de sus lacras por un agente ajeno a ella. No desde los cuarteles, pero sí desde las empresas, los deportes o la farándula. Hoy los partidos no están condenados a proscripción alguna. Pero esa habilitación no implica su existencia. Este país, como aquel otro, carece de una organización estable para tramitar las disputas de poder. La acción directa y el bloqueo corporativo se han vuelto incruentos, pero están disponibles 35 años después. A nadie se le ocurriría en la Argentina de hoy emitir un dictamen como aquel Comunicado Nº 19 que establecía la censura. Pero los gobiernos siguen condenando a la sociedad a la presión sobre la prensa y a la manipulación informativa. El respeto a los derechos humanos ha tenido una gran evolución, pero por momentos quedan convertidos en una bandera sectaria, en un procedimiento capcioso al cual someter al adversario.
La sociedad argentina tiene derecho a recordar el 24 de marzo como un indicador de la magnitud de sus conquistas, de la distancia civilizatoria entre aquel entonces y este ahora. Pero ese espejo puede ponerse al servicio de un objetivo más edificante. Se lo puede interrogar como a aquella sombra terrible de Facundo a la que interpeló Sarmiento. Puede, en su desmesura, ayudar a vigilar y revertir los componentes autoritarios que todavía se esconden en el seno de la democracia.
Publicado en La Nación

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