Cuero blando

Por Mariano Rovatti

Antes de subirse, Julio Cobos se bajó de la candidatura presidencial. Sin decir agua va, el Vicepresidente decidió no competir en agosto contra Ricardo Alfonsín y Ernesto Sanz.

El destino había llamado a la puerta de Cobos en la madrugada en que su voto no positivo rompió las relaciones con el oficialismo. Lo acusaron de traidor, pero en verdad, jamás había sido consultado por Cristina Fernández para ninguna decisión. Si no hay contención, no hay obligación de lealtad.

La imagen de Cobos creció y se mantuvo primera hasta la muerte de Néstor Kirchner. Ella tuvo como uno de sus principales efectos el desdibujamiento del vice, considerado como la principal contrafigura de aquél. A partir del 28 de octubre, Cobos perdió su ubicación el tablero político. A la ambigüedad de su rara condición de vicepresidente opositor, le sumó una paulatina decoloración, al no tener enfrente su rival-referente.(para leer el artículo completo, cliquear sobre el título)

Esa contradicción le fue angostando el camino. Inspirado en la crisis de gobernabilidad que se comenzó a gestar tras la renuncia de Chacho Alvarez, decidió no seguir su camino, pese a las notables diferencias de escenario entre un caso y el otro. El resultado fue que cada vez quedó más condicionado, tal como ocurrió en el desenlace de la crisis del Banco Central, en la que su voto acompañó –sin ganas- la postura de la Presidenta de destituir a Martín Redrado.

Apostó a tener otra ocasión de desempate como la 125, y la tuvo: su voto decidió a favor de la ley que garantizaba el 82% móvil a los jubilados, vetada luego por el Poder Ejecutivo. Pero Néstor Kirchner murió a los pocos días y el efecto político del voto cobista se evaporó.

¿Errores tácticos? ¿especulación extrema? ¿apuesta a la caída presidencial? ¿falta de coraje? Es difícil explicarse por qué Cobos alargó tanto su permanencia en un gobierno tan hostil para él.

Volvió al radicalismo cuando el centenario partido no tenía candidato. Con resignación, los radicales lo perdonaron, pero no olvidaron. Hasta que apareció en escena Ricardo Alfonsín, tras ganar la interna bonaerense el año pasado. Hizo olvidar la necesidad de contar con el Vicepresidente, quien desde octubre cae en la consideración popular de manera leve y constante.

Las internas abiertas iban a darle la oportunidad de pelear por la candidatura, si lograba cerrar acuerdos que le garantizaran anclaje territorial en la Provincia de Buenos Aires, y la participación de votantes independientes.

Frente a él se paraba Ricardito, el preferido de los radicales de boina blanca, pero sin llegada a la masa de los no comprometidos políticamente. Dueño del poderoso comité Provincia, representa la más pura estirpe radical, que se rompe pero no se dobla. La que hace prevalecer los principios por encima de los objetivos. Tras un raudo crecimiento, su figura se estancó aferrada a la nostalgia.

Con una hábil jugada, el aparato partidario lo consagró candidato oficial al bajarse Ernesto Sanz. Como se preveía, el senador lanzó su postulación para luego retirarla. Quizás, la candidatura a gobernador mendocino le resulte acorde a sus aspiraciones y méritos.

La conducción de la UCR deja así a Cobos abandonado al costado del camino, y logra tener candidato ungido siete meses antes de las elecciones. A menos que ocurran hechos graves e inesperados, el futuro del ingeniero no es alentador. Con poca predisposición para librar batallas, haga lo que haga en octubre, su carrera sufrirá un retroceso.

Según informaciones coincidentes, hacía mucho tiempo que se hallaba en negociaciones con Francisco De Narváez para cerrar un acuerdo en la Provincia de Buenos Aires. Cuando ambos estaban en sus mejores momentos, Cobos era el polìtico con mejor imagen positiva del país, y De Narváez acababa de derrotar a Néstor Kirchner.

Ese posible pacto podría haber sido germen de otro más grande del que se habló insistentemente tras los sucesivos éxitos del oficialismo en Catamarca y Chubut. Transversalmente, desde el PRO hasta Proyecto Sur, se conversaba sobre la posibilidad de cerrar un mega-acuerdo opositor, como única forma de derrotar a Cristina Fernández en octubre. Con distintos matices, Eduardo Duhalde, Ernesto Sanz, Francisco De Narváez y Maurico Macri apoyaban la idea.

En ese contexto, se hablaba de un acuerdo patriótico que garantice un puñado de medidas acordadas entre varios partidos, sirviendo la interna abierta de agosto como método democrático de organizar quién lo encabezaría, dotado de legitimidad por haber accedido a ese lugar por el voto popular. La consagración automática de Alfonsín como candidato radical pone esa posibilidad en suspenso.

La situación vuelve a hacer dudar al Jefe de la Ciudad Autónoma. Cuando parecía que aceptaba a regañadientes quedarse por su reelección, Macri tiene nuevamente la oportunidad de pelear en el escenario nacional. La ausencia de Cobos le deja el callejón del centroderecha prácticamente vacío, si llega a un acuerdo con el Peronismo Federal.

A su vez, este espacio desarrolla una original preinterna, que convocó a 35.000 votantes en su debut porteño. Cabe aclarar -como comparación- que ese mismo día, en la interna oficial del Partido Socialista votaron 4.000 personas. El meritorio empate logrado por el gobernador puntano obliga a pensar si el simpatizante peronista no kirchnerista avala un mega-acuerdo opositor, o prefiere un postulante que ratifique la identidad justicialista, aún sin posibilidades de victoria.

Era el mismo dilema que encerraba entre los radicales el match Cobos-Alfonsín.

Quienes están a favor del mega-acuerdo expresan la voluntad de derrotar al oficialismo como sea, y después de conseguido el objetivo, gobernar compartiendo espacios de poder. Parece lo más sensato, pero el proyecto tiene una principal debilidad: el recuerdo de la Alianza, cuyo experimento terminó a mitad de mandato de Fernando de la Rúa, marchándose éste en helicóptero, sin vicepresidente y con el país en llamas.

Quienes prefieren mantener sus identidades, y la consolidación de sus propios espacios son Alfonsín, Carrió y Rodríguez Saá. Cada uno a su manera, simbolizan esta postura, tan lejana de los riesgos como de la victoria.

Por este motivo son los rivales predilectos del oficialismo.

Además de la falta de unidad y liderazgo, la oposición tiene otro punto débil: la ausencia de programas alternativos de gobierno.

Este momento se parece a 1999. Allí, Fernando de la Rúa le garantizó a la sociedad que lo esencial del modelo económico no se tocaba, criticando los aspectos de corrupción y frivolidad del menemismo. Así pudo triunfar, ya que la comunidad valoraba la estabilidad alcanzada en esos años.

Hoy, la oposición tiene el mismo desafío: construir un programa alternativo que mantenga los logros del actual gobierno (crecimiento económico sostenido, actualización salarial por paritarias, estímulo al consumo, etc.) y atacar los aspectos negativos de la actual gestión (confrontación permanente, intolerancia, inseguridad, pobreza, auge de la droga, etc.). El fantasma de la inflación aún no aparece como amenaza electoral, pero sí lo es para la futura administración.

La oposición deberá despabilarse y asumir un rol más agresivo. Permitió mansamente dejarse colgar el cartel de ser la derecha, quedando para el gobierno el dulce rol de ser nacional y popular, pese a ser éste un aliado incondicional de los bancos, los laboratorios, las petroleras y la Barrick Gold.

Tendrá que salir a explicar su propuesta, a mostrar unidad y capacidad de construir liderazgo. Si no, 40 valdrá más que 60, y a esperar otros cuatro años.

Buenos Aires, 8 de abril de 2011

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