Decálogo de lo “económicamente correcto”



Por Gonzalo Neidal

Quien aspire a opinar sobre temas de economía desde el progresismo o el populismo, debe observar algunas normas so pena de ser tildado de reaccionario o, peor aún, de neoliberal. Desinteresadamente, queremos contribuir a la elaboración de un catálogo de recomendaciones útiles para sistematizar sus argumentaciones y esquematizar sus explicaciones.

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1) La supremacía de la política sobre la economía

Esta es la llave maestra que abre todas las puertas tras las cuales habitan los más intrincados problemas de la economía. Es también el más peligroso de todos los enunciados. La razón es simple: se trata de una formulación que es, en general, verdadera. La política manda. ¡Quién podría dudarlo! Es la que fija los objetivos de la economía. Es la que ordena las prioridades. Es la que decide cuál es el orden de importancia de los problemas, cuáles deben ser atendidos en forma prioritaria y cuáles pueden ser postergados. Todo ello es cierto y otorga validez a la formulación preferida del populismo acerca de que la política es la que determina qué se hace con la economía. Pero… ¡cuidado!: que las decisiones políticas marquen una dirección y un norte, no significa que con la economía pueda hacerse cualquier cosa, que la amarga ciencia de Adam Smith carezca de reglas que deban ser observadas y atendidas. Y esto es precisamente lo que hace el populismo: en nombre de supremos objetivos políticos toma decisiones económicas que resultan, a la corta o a la larga, catastróficas. O, cuanto menos, insostenibles desde el punto de vista técnico. El populismo propaga el consumo sin fijarse demasiado en el futuro. Como aspira, por sobre todas las cosas, a consolidar su poder y convocar el voto popular, lo decisivo es una difusión caótica del consumo, lo que siempre tiene impacto en el futuro más o menos inmediato. En el caso de la Argentina, esto ha ocurrido claramente con el petróleo, con resultados a la vista.

2) La lucha contra los imperios

Hay algo que el populismo tiene bien en claro: nuestros padecimientos económicos se deben a la maldad de los imperios que se dedican a sofocar nuestros ímpetus productivos. Ayer los británicos, que nos adjudicaron el rol de meros productores agrarios. Luego los norteamericanos, sólo interesados en desarrollar la industria automotriz y el petróleo. Y ahora los… ¿quiénes? Ya Estados Unidos no es nuestro principal socio comercial. Lo es Brasil. ¿Nos explota Brasil? El populismo abomina de los organismos internacionales de Crédito, meros instrumentos de los imperios. Habíamos descubierto que lo mejor era el aislamiento, mantener distancia de los países más desarrollados y, por supuesto, de los organismos internacionales de crédito. Pero de pronto, el Jefe de Gabinete ha declarado que el país intenta volver al mercado internacional de capitales. Y para eso, claro, es preciso acatar sus normas. Portarse bien. Hacer buena letra. Esto supone, por ejemplo, pagar los juicios pendientes en el CIADI, que fueron ganados por empresas que invirtieron en el país y a las cuales no le cumplimos los contratos. Es verdad que estas acreencias están en manos de los denominados “fondos buitres” (inversores oportunistas que han comprado esas acreencias a sus titulares de origen) pero la patria merece cualquier sacrificio. Volver al mercado de capitales, es decir recuperar la denostada aptitud de poder contraer créditos, también significa buscar un arreglo con el Club de París. Y también, en primer lugar, pagarle a Repsol la apropiación de YPF. También significará, más adelante, abrir nuestras cuentas al FMI para que verifique su estado y dé luz verde a los inversores y prestamistas. Sin el dictamen del FMI, se sabe, ellos no se deciden a poner su dinero en el país. Habrá que aceptar que, después de todo, no es tan sencillo ni rentable “vivir con lo nuestro”. Al contrario: con el paso de los meses se va tornando un poco incómodo.

3) Consenso de Washington

Todo populista que se precie debe incluir en sus discursos, textos escritos o conversaciones familiares de sobremesa, algunos párrafos severamente críticos del “consenso de Washington”. Siempre se cosechan buenos resultados. El sólo hecho de mentarlo ya otorga a quien lo hace un halo de cierto nivel intelectual. Hágalo tranquilo: nadie nunca lo pondrá en el aprieto de preguntarle qué es lo que dice el trillado documento que John Williamson tuvo la idea de escribir en 1989. Una recomendación para su uso: mencione únicamente las tres o cuatro propuestas más “liberales”. La principal de todas, las privatizaciones. Porque las privatizaciones, se sabe, es lo que mejor sirve para (des)calificar y caracterizar las políticas liberales. Son la entrega del patrimonio nacional a precio vil. Ni se le ocurra meterse, por ejemplo, con “el tipo de cambio competitivo”, que durante muchos años, el gobierno de Néstor consideró uno de los pilares del modelo. Tampoco conviene mencionar, por ejemplo, el equilibrio fiscal, o la recomendación de privilegiar el gasto en educación, o la facilitación de la inversión extranjera. La razón es sencilla: estos objetivos son ahora buscados por el gobierno progresista de Cristina y, por lo tanto, su enunciación podría prestarse a confusión.

4) Neoliberalismo

Este punto está indisolublemente ligado al anterior. El “neoliberalismo” es la causa de todos nuestros males económicos. Aparece sin motivo, sobrevuela los países de todo el mundo en búsqueda de gobernantes susceptibles de contagio. Cuando los identifica, se abalanza sobre ellos con ansias de destruir todo lo que encuentra. Generalmente su maléfica influencia recae sobre países que, durante décadas, han tenido su economía sometida a los designios de un estado omnipotente y omnipresente. Por algún motivo que se está investigando, después de un prolongado período de estatismo acérrimo, los países son invadidos por una sensación de crisis producidas por desequilibrios profundos, retraso tecnológico, bajo nivel de productividad, consumo bajísimo de su población y otros males. Es entonces, ante esta situación de debilidad, cuando el “neoliberalismo” aparece para aprovecharse de estos pueblos. Así pasó en los países de la ex Unión Soviética, por ejemplo. Y en Vietnam del Norte. Fue lo que introdujo en China el dirigente comunista Deng Xiao Ping. Algunos teóricos de los imperios tienen la osadía de afirmar que el país de Mao debe a estos espacios de capitalismo su potencia productiva actual. Si la discusión se pone espesa, recomendamos apelar al argumento Cavallo-convertibilidad-crisis de 2001. No falla.

5) El bienestar del pueblo

Un economista correcto, un populista hecho y derecho siempre debe mentar al pueblo como destino de todas sus propuestas y todos sus desvelos. Él todo lo hace con ese único objetivo. El resto de los economistas son meros instrumentos del neoliberalismo que, como se sabe, es la política económica que impulsan por los imperios para doblegar a los pueblos y a los países que se niegan a acatar las nefastas reglas del mercado. Esto significa que cualquier intromisión del gobierno en la economía resulta provechosa pues se hace para beneficiar al pueblo y para defender el interés de la Patria. ¿Cómo algo tan bien intencionado puede perjudicar la economía del país? ¡De ningún modo! Así es como han surgido los controles de precios para defender la mesa de los argentinos, las inspecciones a los supermercados para “vigilar y controlar”; el cepo cambiario para no despilfarrar divisas; las restricciones a las importaciones, con el mismo objetivo; la obligación de exportar a quienes necesitan importar. De ahí salen también programas de gran impacto popular (aunque a la opo les parezcan ridículos) como “milanesas para todos”, “ropa para todos”, “pescado para todos”. La razón de su efímera existencia es la saciedad, el cumplimiento del objetivo fijado. Es verdad que la multiplicación de controles va logrando que los productos desaparezcan de las góndolas o que aparezcan bajo nuevas denominaciones, libres de controles pero de esto siempre se podrá culpar a los poderes concentrados y, de ese modo fortalecer las argumentaciones de los economistas correctos, nacionales y populares. También hay que recordar que la suma de reglamentaciones estériles, la emisión sin control, el gasto público desenfrenado, van llevando al país hacia un retraso productivo prolongado. Pero esto siempre es discutible mientras no ocurra el temido estallido modelo 2001. Después de todo, lo único importante es abandonar el poder sin mayores dificultades y que la bomba que se formando durante los años populistas, termine reventándole al gobierno que sigue.

6) La inflación y sus causas

Todos sabemos que para este gobierno la inflación no existe. A esta locura negadora no podemos ya achacársela sólo a Guillermo Moreno pues se ha sumado recientemente el propio ministro de economía Axel Kicillof. Y, por supuesto, la presidenta. Ella nunca habla del tema más importante y traumático de la economía argentina. Que tiene, además, inmediatas y graves consecuencias económicas y sociales. Afecta, por ejemplo, todo el comercio exterior argentino. Complica crecientemente a los exportadores y favorece, por ejemplo, las importaciones ociosas, los productos de lujo. Desalienta a los extranjeros a visitar el país y empuja a los argentinos a viajar al exterior, pues resulta –incluso con los impuestos correctivos- bastante barato. Para quienes no lo recuerden, la inflación es una maldición que hemos soportado durante décadas en la economía argentina, hasta que llegó la convertibilidad, período más largo de estabilidad en la economía moderna. Claro que luego estalló todo pues el tipo de cambio fijo no podía durar para siempre. Luego sobrevino el reacomodamiento y la estabilidad. La abundancia de recursos producto de la triplicación de los precios de nuestras exportaciones agrícolas, la holgura fiscal y de la balanza comercial (los famosos superávits gemelos). Y luego reapareció la inflación. Fue a partir de 2008. Como el populismo tiene una visión conspirativa de la política y la economía, su explicación sobre la inflación es muy sencilla: son las corporaciones, los monopolios, las grandes empresas que se aprovechan de su situación predominante en el mercado y remarcan los precios “a piacere”. Al parecer, se trataría de un comportamiento exclusivo de los empresarios argentinos pues en toda la región –excepto Venezuela, claro- no existen tasas de inflación como las que tenemos en Argentina. El populismo, además, niega expresamente que la inflación tenga su origen en la monetización del déficit fiscal, ocasionado por un exceso en el gasto público. Esa es una visión liberal de la inflación, sostienen horrorizados. Para el populismo pareciera que el gasto público puede ser expandido sin límite. Y sin consecuencias. Tampoco los desmedidos aumentos salariales tienen nada que ver con la inflación. Claro que esto resulta ridículo. Si la emisión no fuera causante de la inflación… ¿qué problema habría en repartir dinero diariamente, a manos llenas? Si el aumento de los salarios nada tuvieran que ver con la inflación… ¿por qué no se duplican los sueldos? El populismo siempre llega a situaciones como la actual, en que existen dos caminos: el ajuste, la corrección del rumbo dispendioso emprendido o bien un estallido de proporciones variables, según la situación, humor social, etc. Y cualquiera de ambos resulta traumático.

7) El tipo de cambio competitivo

El dólar caro ha sido el agujero del mate inventado por el relato económico K. Sus efectos resultan redondos para la economía. Veamos: a) impulsa las exportaciones, b) desalienta las importaciones, c) contribuye a un nivel alto de retenciones al agro, d) fortalece el presupuesto, e) permite al estado un alto nivel de gasto público. ¡Es una maravilla! En los primeros años de gobierno K, este genial descubrimiento funcionó a full. Los teóricos del relato lo consideraban uno de los pilares del modelo. Pero claro, pasó el tiempo y la inflación fue comiéndose la ventaja del tipo de cambio alto. Hacia 2008, tras la crisis con el campo, el gobierno se jactaba de poderlo mantener a 3.05 y, de ese modo, perjudicar al agro que lo había enfrentado. Para esa época comenzó a dispararse la inflación y empezó, consecuentemente, a debilitarse el llamado tipo de cambio competitivo. El dólar caro pasó, paulatina pero inexorablemente, a ser barato. Una de las consecuencias nefandas de la inflación. Ahora bien, si el tipo de cambio alto es un gran aporte a la economía, uno podría preguntarse por qué no se lo restablece. Por qué el gobierno no lo fija en un buen nivel, que satisfaga a los exportadores y, además, aporte a las arcas fiscales vía retenciones. La razón es sencilla: ello aportaría combustible a la inflación, además del impacto inmediato sobre los ingresos de los más pobres vía transferencia de ingresos hacia el sector exportador. De tal modo que el tipo de cambio competitivo es un recurso interesante pero en el caso de que uno lo herede, que el costo del ajuste lo haga otro. En el caso del kirchnerismo, el dólar caro fue una de las consecuencias del estallido de la convertibilidad. Fue el gobierno de Eduardo Duhalde el que hizo el gasto. Néstor se benefició de una medida que tomó su antecesor. Pero ahora el problema ya está nuevamente planteado. Con el reciente cambio de equipo económico, el gobierno intenta producir una actualización creciente del precio del dólar. Está acelerando la devaluación del peso. Pero eso tiene, por supuesto, costos inflacionarios.

8) Los noventa

Es imprescindible que un economista populista cuestione “los noventa” y, además, les adjudique todos los males de la economía argentina desde la Revolución de Mayo en adelante. La razón es muy simple. Durante los noventa se realizaron transformaciones que los populistas abominan: desregulación de la economía, estímulo de la iniciativa privada y, sobre todo, las privatizaciones. Pero, además de todo, lo peor ha sido que la economía creció, la industria también, el agro avanzó pese a los bajísimos precios internacionales. Pero falta aún lo peor de lo peor: la gente, el pueblo respaldó este programa en las elecciones de 1991, 1993, 1994, 1995, pues sentía que se beneficiaba. Además, durante los noventa, se abatió la inflación durante diez años. Se lo hizo con un sistema poco liberal y más bien afín, en lo ideológico, al populismo. La fijación de un tipo de cambio fijo, todos lo sabían, no es algo que pueda durar para siempre. Sin embargo, nadie quería cambiarlo. Todos apostaban a él para siempre. Cavallo había sido despedido en 1996 y en el lustro siguiente el gasto público se disparó, sobre todo durante el gobierno de Carlos Menem. Ello afectó los equilibrios macroeconómicos que resultan indispensables para que un régimen de tipo de cambio fijo permanezca en el tiempo. Cavallo, con gran voluntarismo y omnipotencia, pensó que su sola presencia podía parar la crisis que se avecinaba, pero no fue así: sobrevino el estallido. Los populistas respiraron aliviados. Con la convertibilidad (tipo de cambio fijo) ellos podían arrojar también lo que más les importaba: las privatizaciones. ¡El neoliberalismo! Así arrojaban, con picardía e intención, el agua de la bañera con chico y todo. El estallido de la convertibilidad demostraba lo malo que son las privatizaciones y lo bueno que es que el estado gestione todo lo que pueda. Y esto nos lleva al punto siguiente.

9) La defensa del patrimonio nacional

El populista tiene, en el fondo, un espíritu profundamente anticapitalista. Es un socialista vergonzante. Sobre todo después de la implosión de la URSS y las reformas en China. El populista aspira a extender el estado en la economía tanto como pueda, con prescindencia de los resultados. Odia la iniciativa privada. Lo dijo claramente Kicillof, el ministro de economía. Para él, expresiones tales como “seguridad jurídica” y “clima de negocios” son abominables. El populista quiere todas las empresas de servicios públicos en manos del estado. Esa es su versión mínima. En Venezuela, el estado se atreve incluso con empresas productoras de bienes, con resultados desastrosos como ha podido verse de sobra durante todos estos años. El relato populista entiende que la propiedad pública es decisiva pues se trata del “patrimonio nacional”. El resultado ya lo conocemos: se acumulan los déficits y las ineficiencias. Las empresas no funcionan, no se invierte, llega el retraso tecnológico, la sobrecarga de empleados y entonces su supervivencia se torna insostenible. Así llegaron las privatizaciones a la Argentina. Durante la última década las privatizaciones se revirtieron parcialmente. Estamos repitiendo el ciclo. Más tarde o más temprano nuevamente llegaremos a donde ya estuvimos.

10) Vivir con lo nuestro

La frase tiene encanto. Expone cierto orgullo patriótico. Es el título de un libro de Aldo Ferrer escrito hacia fines del año ’83. Y para ese tiempo no estaba mal. Al menos en un sentido: el peso de la deuda externa era tan grande que se proponía una refinanciación forzosa. Ante las consecuencias que ella podía traernos en el mercado internacional de capitales, Ferrer decía que vivamos con nuestros propios recursos. Pero luego, encantado con su frasecita, la extendió al resto de la economía. Intentó convencernos de que Argentina tiene una alta capacidad de ahorro y que, en consecuencia, no necesita del aporte exterior. Lo que vemos en nuestros días es que Ferrer no tenía razón. El gobierno está haciendo esfuerzos desesperados para volver al mercado de capitales del que se excluyó al renegociar la deuda tal como lo hizo. Pero, además, Ferrer también alude a lo innecesarios que son los capitales extranjeros invertidos en industrias. Y esto ya resulta doblemente arcaico y poco funcional. La inversión extranjera directa, los capitales invertidos en emprendimientos industriales, comerciales y de servicios, traen consigo nueva tecnología, innovaciones que luego se replican en el resto de la economía. El caso de YPF, acordando con Chevron y clamando por más inversiones es una nueva desmentida para un slogan que fue sepultado por los escombros del Muro de Berlín.

Publicado en www.agendapolitica.com

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