Por Mariano Rovatti
Desde el 10 de diciembre, la Argentina entró en un proceso inédito de enfrentamientos institucionales y de agresión económica y social contra la mayoría del pueblo. Un gobierno que no tolera los pensamientos e intereses que no son los propios, pero tampoco tiende puentes, ni siquiera con quienes quieren ser sus aliados.
Durante el próximo mes de marzo, se terminará el período de los cien días iniciales de gestión, un tiempo en el que normalmente los gobiernos cuentan con un cheque en blanco de la sociedad para tomar decisiones impopulares y/o destinadas a producir efectos en el mediano y largo plazo.
A pocos días de asumir, el gobierno lanzó un paquete pequeño
de medidas, entre las cuales se destacaba una fuerte devaluación del peso, que
permitió liquidar exportaciones y habilitar la acumulación de reservas, además
de generar una brutal transferencia de recursos de los trabajadores hacia los
sectores concentrados del poder económico.
Luego vino el decreto de necesidad y urgencia (DNU N° 70/23)
que se ocupó de todos y cada uno de los aspectos de la política y la economía
nacionales. El rasgo común de sus medidas es la desarticulación del Estado como
sujeto ordenador, y cada artículo es un traje a medida para un grupo de poder
económico diferente.
La mayor parte de sus medidas son susceptibles de objeciones
constitucionales de distinta gravedad. Un capítulo entero dedicado al derecho
laboral y de las organizaciones sindicales fue frenado por la Justicia en
respuesta a un planteo de la Confederación General del Trabajo (CGT), quien ya
realizó su primera marcha masiva opositora. A la salida del gobierno de Alberto
Fernández, la desocupación se hallaba en el 6,60%, con lo que cuesta comprender
cuál era la necesidad y la urgencia de desapoderar a los trabajadores de sus
derechos.
El plan económico está concentrado exclusivamente en el
ajuste del gasto, aun pisando pagos que el Estado debe hacer a las provincias y
proveedores. El paradigma del gabinete económico se complementa con deprimir la
demanda, enfriar la economía, facilitar importaciones, tender a la disminución
de la emisión monetaria y así intentar controlar la inflación, tal como se practicó
durante todos los gobiernos militares y en la gestión de Mauricio Macri. Ya se
observan cierres de empresas y despidos de trabajadores.
En paralelo a la instrumentación del DNU –que mal que mal
está vigente- el gobierno pretendió consagrar en una ley toda su revolución
anarco-capitalista. Allí chocó con el Parlamento, y el proyecto se cayó entero,
aparentemente por un descuido de los responsables del bloque oficialista en su
desconocimiento del reglamento de la Cámara. Aunque ya el proyecto
políticamente había muerto.
Increíblemente, en lugar de buscar consensos para construir
poder, Milei con una sola iniciativa logró alinear a todos sus adversarios,
desde el PRO macrista hasta la izquierda, pasando por la el PRO larretista, los
radicales y todas las versiones del peronismo. Aún aquéllos que quieren ser sus
aliados terminaron enfrentados al gobierno.
Tras el rotundo fracaso de la Ley Bases en el Congreso, Milei recurrió a las formas que lo
hicieron famoso y le permitieron ser competitivo electoralmente: la
descalificación de los adversarios, los insultos agraviantes, la cerrazón
intelectual... todo ello le sirvió para obtener un 30% en la primera vuelta y
luego juntar el 56% contra el candidato justicialista Sergio Massa, quien pese
a todo, quedó a sólo 3 puntos y fracción de ser presidente en primera vuelta.
Pero para gobernar es otra cosa. La Constitución Nacional
prevé un ejercicio del poder repartido entre Nación, Provincias y municipios, y
entre los tres poderes del Estado. Ese equilibrio obliga a la negociación y a decisiones
compartidas. El orden jurídico argentino –pese a tener una constitución
presidencialista- no habilita el ejercicio ilimitado del poder.
Desde la caída del proyecto de ley, Milei perdió el timón de
su gobierno y de su esquema emocional, mostrando todo sus desvaríos. Creó
enemigos donde no los tenía y no logró avanzar en su gestión, que es nula en
las áreas de gobierno que no están vinculadas a la economía.
En este mes de marzo que está por comenzar, se palparán
materialmente los efectos del plan económico: sin subsidios en la luz y el gas,
la población recibirá facturas impagables, a la vez que el transporte público
se convierta en uno de los gastos más importantes del presupuesto familiar.
Todo ello con el comienzo de clases encima, condicionado por los inevitables paros
docentes (¿qué puede esperarse si cobrarán el 40% menos?) y los feroces
aumentos de libros y útiles.
Milei quiere (¿quiere?) apagar el incendio inflacionario con
nafta, quizás para que colapse del todo el sistema y entrar a la dolarización
como una solución inexorable. El
mismo presidente en una reciente entrevista con periodistas amigos dijo que uno
de los pilares de su gobierno era la licuadora,
sin ser repreguntado por sus interlocutores. Obvia y cínicamente, se refería a
la licuación de los salarios y las jubilaciones, frente a la escalada
inflacionaria.
Pero además de la disolución social que generará este
castigo impiadoso a las clases media y baja, tenemos la disolución
institucional que se viene.
El gobernador chubutense Ignacio Torres, un macrista de
treinta y cinco años salido de la UADE y la Fundación Pensar, acaba de patear
el tablero advirtiendo que si el Estado Nacional no modifica su decisión de no
enviar los fondos que le corresponden, Chubut no permitirá la salida de petróleo
crudo para el resto del país. La familia del gobernador opera en el negocio de
la distribución y venta de combustibles, por lo que sabrá cómo instrumentar la
medida.
Lejos de ser una chirinada,
la respuesta de Torres reunió en veinticuatro horas el respaldo de todos su
pares, excepto del tucumano Osvaldo Jaldo, aliado inesperado de Milei. Desde
Jorge Macri y Alfredo Cornejo hasta Axel Kicilof y Ricardo Quintela, pasando
por Maximilano Pullaro y Martín Llaryora –o sea todo el arco político- se respaldó
al mandatario patagónico, adelantando que ellos podrían hacer lo mismo.
De hecho, los gobernadores de Buenos Aires, Santa Fe y
Córdoba estarían avanzando en un proyecto para exportar sus productos –en especial
los granos y oleaginosas- a través de un puerto bonaerense y liquidando divisas
a través del Banco Provincia, cobrando retenciones y sin girar fondos al
gobierno nacional.
Así, la Argentina está en las puertas de volver a 1820,
fruto de un modo irracional de ejercicio del poder como no se tiene memoria.
Llama la atención en este proceso el rol que está
desarrollando Mauricio Macri, quien hasta hace dos semanas estaba a punto de
desembarcar en el gobierno y devorarse la mitad de los cargos.
Se enfrió esa posibilidad, y los gobernadores que le
responden están participando de esta revuelta (uno de ellos es quien la
lidera). No sería extraño que ya Macri esté esperando la caída de Milei, para
acordar con la Vicepresidenta Victoria Villarruel, con quien ya tuvo encuentros
discretos.
Todo esto en medio de un creciente aislamiento internacional
del gobierno, que no es tomado en serio por el sistema mundial. Luego del stand up de Davos, la Argentina en la
práctica rompió relaciones con China y Brasil, sus dos principales aliados
comerciales. Recientemente, recibió al Fondo Monetario Internacional, cuya
delegada le recomendó al Presidente atemperar los efectos del ajuste, porque vé
inviable el plan económico. Y también vino el Secretario de Estado
norteamericano Anthony Blinken, cuya visita hubiera sido más productiva si
Milei no hubiera tenido la peregrina idea de participar cuarenta y ocho horas
después de la Conferencia de la Acción Política Conservadora (CPAC) en
Washington, prodigándose mimos con Donald Trump. Obviamente que en la Casa
Blanca, todavía ocupada por el Partido Demócrata, no cayó nada bien ese
espectáculo.
Además de ello, el primer ministro británico David Cameron realizó
una provocativa visita a las Islas Malvinas, ratificando la posición colonial
de su imperio y ninguneando a las autoridades argentinas. Desde el gobierno nacional,
la respuesta fue rastrera, torpe y contradictoria, resultando digna en cambio la
posición del gobernador fueguino Gustavo Melella.
Llegan momentos decisivos para la Argentina, veremos hasta
dónde alcanzan las consecuencias de estas decisiones.
Buenos Aires, 24 de febrero de 2024
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