La fuerza de los dogmas





Por Mariano Rovatti


Una de las razones fundamentales del éxito político de Javier Milei fue haber logrado un claro triunfo cultural respecto del más acuciante de los problemas de la economía argentina, la inflación.


Desde se debut televisivo, Milei repite un serie de letanías sobre la inflación, identificándola como un problema exclusivamente monetario, causado por la emisión de moneda sin el debido respaldo de divisas, fruto de la prolongación sine die del déficit fiscal.

Para imponer su relato, Milei contó con el valioso aporte del gobierno de Alberto Fernández, quien  a través de las sucesivas gestiones de Martín Guzmán, Silvina Batakis y Sergio Massa, no sólo que no logró resolver la cuestión, sino que la empeoró  gravemente.

En los años noventa gracias a la convertibilidad, y en la siguiente década, se logró establecer un período prolongado de inflación con bajos índices. Pero luego, el índice inflacionario  empezó a crecer durante el segundo gobierno de Cristina Fernández, la gestión de Mauricio Macri y el mencionado período de Alberto Fernández. (1)

Con el respaldo de los medios de comunicación que lo instalaron como un figura permanente explicando su teoría económica, Milei fue repitiendo una y otra vez su manojo de ideas, sin recibir ningún tipo de respuesta por parte de economistas ni políticos relevantes.

Quizás Milei gozó de la subestimación general, porque mientras exponía su rosario de ideas simplistas sobre la teoría económica -muy similares a las que Álvaro Alsogaray comunicaba varias décadas antes- demostraba modales de cavernícola, luciendo su intolerancia y brutalidad con los que pensaban distinto, en especial si eran mujeres. Además de sus posturas económicas propias del siglo XVIII, en donde prácticamente proponía la abolición del Estado, Milei también exhibió ideas propias de otra era de la humanidad en materia social como la situación de la mujer, las personas con discapacidad, la ancianidad y la niñez.

Todo éso lo convirtió a los ojos de la dirigencia tradicional, en un personaje tan exótico como inofensivo. El peronismo incluso lo alimentó de varias maneras, imaginando que así dividiría el voto opositor, permitiéndole un posible victoria en primera vuelta.

No responderle ni tomarse en serio a Milei fue fruto de esa subestimación, y de ese apoyo velado del peronismo. Se le permitió avanzar sin obstáculos sobre el sentido común de la sociedad, hasta que se lo apropió imponiendo sus postulados en la agenda electoral de 2023. Durante la campaña, se habló siempre de lo que quiso Milei, y dentro de los términos planteados por él mismo.

En gran parte, la sociedad compró que la inflación se debe a las razones esgrimidas por Milei, que repite como un loro ideas que ya han sido refutadas una y otra vez por la realidad histórica, pero que, dada la falta de respuesta de los que piensan otra cosa, frente a la sociedad aparecen implícitamente ratificadas. 

Todos los referentes económicos y políticos de la Argentina coinciden en que la inflación es el problema principal, pero no están de acuerdo en cómo encararlo. La inflación es un problema antiguo en la economía mundial, superado en la mayoría de los países. Sólo aquéllos que han emprendido una aventura hiperpopulista, como Venezuela, Sudán o Malawi la padecen por encima del 20% anual, junto a la Argentina. En nuestro país, el fenómeno inflacionario resurgió en 2007, tras 16 años de estabilidad, pese a las crisis del Tequila, sudeste asiático, Brasil y la propia del 2001-2002.

Se dice que es el impuesto más injusto, pues ataca el poder adquisitivo de toda la población a la vez, pero es más impiadosa con los trabajadores asalariados y los jubilados. Un implacable mecanismo que extiende la pobreza y concentra la riqueza, favoreciendo la especulación financiera y saboteando la producción de bienes y servicios.

Pero considerando la complejidad de la economía, su carácter social y su subordinación a la política, entiendo que por lo menos, existen tres razones para que se produzca el fenómeno inflacionario. Podríamos decir que a la vez, hay tres sistemas de pensamiento económico, que ponen el acento cada uno en un problema diferente. Quizás, los tres tengan parcialmente razón, pero veremos en dónde creemos que hay que poner el foco.

Hay un sector que vé a la inflación como un problema relacionado con la concentración económica, fruto normal del avance capitalista. En los últimos años, la economía argentina se ha cartelizado, y ello generó que un puñado de grupos empresarios –cada vez más poderosos- imponen su voluntad haciendo subir los precios sin límite, movidos por su afán desmedido de lucro.  

Frente a esa conducta, el Estado debería actuar con todo el rigor de la ley a través de fuertes controles o con un sistema de acuerdos de precios.  Obrar de otro modo, sería garantizarle al zorro la libertad de acción dentro del gallinero. Sostienen que la economía debe dinamizarse a través de políticas activas que estimulen el consumo popular, licuando de ese modo el efecto inflacionario. Destacan que el 70% de la producción de bienes y servicios en la Argentina, van al mercado interno, por lo que todas las políticas tienen que tender a protegerlo y fortalecerlo. No descartan la presencia del Estado como un actor importante de la economía, a través de fuertes regulaciones y/o actuando directamente como empresario. Este pensamiento inspiró al gobierno de Raúl Alfonsín, el segundo período de Cristina Fernández, y buena parte de la gestión de Alberto Fernández. En general, estos procesos terminaron con altos índices de inflación. La mayoría de los referentes ubicados del centro a la izquierda del espectro político, manejan -con matices- estos conceptos.

En la vereda opuesta, el liberalismo/monetarismo sostiene que la inflación es un proceso de índole exclusivamente monetaria, que se combate eliminando el déficit fiscal, y con él, la emisión espuria de moneda, sin el correspondiente sustento en reservas. Para ello, es necesario reducir el gasto público y aumentar los ingresos fiscales hasta garantizar el fin del déficit.

Frecuentemente, en países de desarrollo intermedio como la Argentina, en donde el peso del Estado en la actividad económica es muy significativo (sobre todo por la obra pública), estas políticas derivan en una fuerte recesión, fuente de conflictividad social y a veces, en más inflación aún. La suba de tasas de interés, la supresión de subsidios y préstamos blandos, la paralización de la obra pública y la apertura de la economía son algunas de sus recetas.

Alvaro Alsogaray fue el emblema de esta corriente en el siglo XX, a la que también aportaron José Alfredo Martínez de Hoz, Roberto Alemann y Adalbert Krieger Vasena. Con matices, también Celestino Rodrigo en 1975 y hasta Ricardo López Murphy, en su fugaz paso por el Ministerio de Economía a comienzos del 2001. Mauricio Macri y el actual Presidente Javier Milei comulgan con este pensamiento, cada uno con sus matices.

En el medio, navegan variadas corrientes que se las podrían agrupar como estructuralistas, que ponen foco en la productividad. Son los esquemas de pensamiento menos ideológicos y más pragmáticos, en donde los componentes político y social resultan más gravitantes. Mientras el liberalismo monetarista combate la inflación contrayendo la demanda, el estructuralismo lo hace promoviendo el aumento de la producción de bienes y servicios, o sea, maximizando la oferta.

Como punto de partida, un programa inspirado en este pensamiento puede requerir un pacto social por un plazo inicial breve, ya que los resultados nunca son inmediatos en materia de estabilidad monetaria. A largo plazo, apuestan a la utilización del arancel externo (promoviendo exportaciones y desalentando importaciones), el crédito (blando y orientado a las actividades estratégicas) y el impuesto (promoviendo la producción y castigando la especulación) como herramientas orientativas de la inversión, imaginando al Estado como un actor importante de la economía, pero conviviendo con el mercado. Las primeras presidencias de Juan Domingo Perón y Carlos Menem, las de Arturo Frondizi, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner tuvieron algo de todo ello, con sus lógicas variantes según el contexto histórico.

Si miramos la cancha completa, vemos que la clave está en la productividad. La Argentina lleva años de estancamiento económico (desde 2011 hasta la fecha), coincidiendo este período con la aceleración del fenómeno inflacionario. (2)

El aumento sostenido de la productividad incrementa la oferta de bienes y servicios, que si se mantiene en un nivel igual o superior al de la demanda, fuerza a los precios a la baja o al menos, a la estabilidad. A su vez, si de esa tendencia productiva, se logra incrementar el volumen de las exportaciones, se generan mayores divisas que fortifican el respaldo a la moneda argentina, evitando su depreciación, y por lo tanto, la inflación.

Si se mantiene ese ritmo sostenido de exportaciones, es posible mantener también el superávit comercial, aumentando la reserva de divisas.

El aumento de la productividad además, mejora la recaudación –sobre todo del Impuesto al Valor Agregado (IVA), el tributo que más aporta (33%) a las arcas del Estado Nacional- y con ello, se puede acceder al déficit cero o al superávit fiscal, eliminando una de las motivaciones para el aumento de la emisión.

A su vez, el aumento de la productividad relativiza el peso de los grupos económicos concentrados, quitándoles poder en la fijación de precios. Por ello es fundamental que el Estado tenga políticas que alienten la producción, en especial de las PyMES y las economías regionales. Una de ellas, es la comercialización de alimentos y bebidas a través de un sistema federal de ferias, que canalicen la oferta de productos que no se hallan en las góndolas de las cadenas de hipermercados. En la Ciudad de Buenos Aires, cerca de un diez por ciento de los alimentos y bebidas se venden en ferias itinerantes.

En definitiva, el rol del Estado debe pasar por convertirse en un factor impulsivo de un círculo virtuoso en el proceso económico, compuesto por el aumento de la inversión, la producción, las ventas, los salarios y el nivel de vida de los argentinos.


Hay que encontrar a alguien que lo explique con un puñado de consignas fáciles de entender, como logró hacerlo Milei con las suyas.


Buenos Aires, 11 de marzo de 2024

 

(1)   (1)  Carlos Menem tuvo un índice inflacionario de 2314% en 1990, pero en el resto del período llegó al 12,71% anual. Su mejor año fue 1996, con el 0,1%. Todo su segundo mandato estuvo por debajo del 2% anual. Desde 1993, en adelante, siempre estuvo en un dígito. Fernando de la Rúa tuvo una deflación del 1% anual (lo que no es considerable como un hecho virtuoso en la economía). Eduardo Duhalde, un promedio anual del 22,3%, pero con un pico del 40,9% en 2002. Néstor Kirchner mantuvo la inflación anual promedio en un dígito: 9,75%. La gestión de Cristina Fernández tuvo un promedio anual del 25,7%, llegando a un pico de 38,5% en 2014. Macri llegó a un promedio anual del 40,6%, siendo su peor año el 2019 con un 53,8%. Fernández tuvo un promedio anual del 225%, cerrando en 2023 con un 1020%.

(2)     La gestión de Carlos Menem (1989-1999) logró el crecimiento del PBI más alto: 39,8%, con un pico del 9,1% en 1991. Fernando de la Rúa (1999-2001) se fue con dos años de retroceso, llegando al -5,2%. Eduardo Duhalde (2002-2003) tuvo una caída del 2,1%, pero en el segundo año tuvo un crecimiento del 3%.  Néstor Kirchner (2003-2007) obtuvo un alza total del PBI del 34,9%, con el promedio anual más alto: 8,7%. Cristina Fernández – Kirchner (2007-2015) llegó a un total de 15,9%, con la particularidad de que casi todo el crecimiento se dio en la primera gestión, siendo casi cero la suba del segundo mandato. El pico se alcanzó en 2010, con el 10,1%. Mauricio Macri (2015-2019) acumuló una caída total del 4,4%. El único año positivo fue 2017, con el 2,9%. Alberto Fernández (2019-2023) cerró con un crecimiento total del PBI del 3,1%, tras dos años de caída y dos de crecimiento.

 


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