Por Gonzalo Fiore Vianni
El rol geopolítico de Turquía y de Recep Tayyip Erdoğan se entiende mejor si lo pensamos como caso paradigmático de poder medio con ambiciones de gran potencia. Busca aprovechar al máximo su ubicación estratégica y su peso histórico, combinando historia, geografía y poder.
La figura de Recep Tayyip Erdoğan sintetiza como pocas la tensión entre historia, geografía y poder en el siglo XXI. Turquía, heredera del Imperio otomano y puente natural entre Oriente y Occidente, nunca dejó de ser un actor clave en la política internacional. Sin embargo, bajo el liderazgo de Erdoğan, esa centralidad se convirtió en proyecto político explícito: reposicionar a Ankara no solo como aliado circunstancial de las grandes potencias, sino como un actor autónomo con pretensiones de hegemonía regional.
Turquía es, ante todo, un país bisagra. Sus
estrechos —el Bósforo y los Dardanelos— son vitales para el acceso ruso al
Mediterráneo. Su territorio conecta Europa con Asia y se superpone con los
corredores energéticos que llevan gas y petróleo desde el Cáucaso y Medio
Oriente hacia el corazón del continente europeo. Miembro de la OTAN desde 1952,
pero a la vez socio estratégico de Moscú y con crecientes vínculos comerciales
con China, Ankara aprendió a jugar con esa ambigüedad para maximizar su poder
de negociación.
La doctrina que Erdoğan impulsó desde su llegada al poder en
2003 se puede resumir como “autonomía estratégica”. El objetivo no es romper
con Occidente, sino evitar la subordinación total. Así, Turquía se muestra como
aliado necesario de Washington en la Alianza Atlántica, pero también compra
sistemas de defensa S-400 a Rusia y construye junto a Rosatom la planta nuclear
de Akkuyu. Al mismo tiempo, intenta proyectar influencia cultural, religiosa y
militar en los Balcanes, en Siria, en Libia y en el Mediterráneo oriental, en una
suerte de neo-otomanismo adaptado al presente.
Esa política exterior pragmática se combina con
un estilo personalista y populista en lo interno. Erdoğan se presenta como el
líder que devolvió dignidad y orgullo a Turquía después de décadas de gobiernos
que, en su narrativa, habían reducido al país a un satélite de Occidente. Cada
gesto hacia Putin o Xi Jinping, cada desafío a Bruselas en materia de
migración, cada intervención militar en Siria o apoyo a Azerbaiyán en
Nagorno-Karabaj, son traducidos hacia la opinión pública como pruebas de fuerza
y soberanía.
No es casual, tampoco, que Ankara haya sido el
único mediador aceptable entre Moscú y Kiev tras la invasión rusa a Ucrania.
Erdogan supo colocarse en ese lugar, indispensable para ambos bandos, al mismo
tiempo que instrumentaliza la crisis migratoria para negociar con Bruselas y
condicionar la seguridad europea. Turquía, así, se convierte en un swing state
global: un actor que puede inclinar la balanza en disputas decisivas.
Sin embargo, el proyecto de Erdoğan no está
exento de límites. La economía turca atraviesa una crisis crónica de inflación
y dependencia de capitales externos, que amenaza con erosionar el sustento
interno de su política exterior ambiciosa. Las tensiones con Estados Unidos y
la Unión Europea siguen latentes, mientras que la competencia con Irán y Arabia
Saudita por el liderazgo en el mundo islámico no le da respiro. Además,
mantener el delicado equilibrio entre Rusia y Occidente se vuelve cada vez más
complejo en un mundo crecientemente polarizado.
La geopolítica de Turquía bajo Erdoğan encarna
la paradoja de los poderes medios con ambiciones imperiales: tienen la
capacidad de jugar en varias mesas al mismo tiempo, pero no siempre la fuerza
suficiente para imponer las reglas. Erdoğan convirtió a su país en un actor
imprescindible, pero al costo de caminar sobre una delgada línea entre
protagonismo y vulnerabilidad.
La lección para el resto del mundo, y en
particular para regiones como América Latina, es clara: la geografía, la
historia y el tamaño no condenan a los Estados a ser meros espectadores. Con
liderazgo, pragmatismo y capacidad de aprovechar las grietas del sistema
internacional, es posible disputar espacios de autonomía. El riesgo, claro
está, es que esa apuesta dependa demasiado de un solo hombre y de un equilibrio
demasiado inestable como para sostenerse en el tiempo.
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