
Por Gonzalo Fiore Viani
No se habla lo suficiente de Narendra Modi: ¿Quién es realmente? ¿Cómo piensa este líder que combina nacionalismo religioso y pragmatismo geopolítico? Y sobre todo: ¿Por qué su figura resulta clave para entender los dilemas del sistema internacional actual?
Nacido en 1950 en el estado de Gujarat, Narendra Modi se formó ideológicamente en el Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), una organización paramilitar de corte nacionalista hindú. Desde allí dio el salto a la política partidaria con el Bharatiya Janata Party (BJP), la fuerza que representa la expresión institucional del Hindutva, la idea de que India debe ser esencialmente una nación hindú. Su llegada al poder en 2014 marcó un antes y un después en la historia reciente del país: por primera vez en décadas, un líder ajeno al histórico Partido del Congreso obtenía una mayoría absoluta.
Desde entonces, Modi ha gobernado con una
mezcla de carisma personal, centralización del poder y eficacia comunicacional.
Supo construir una narrativa donde se presenta como un hijo del pueblo
—literalmente, un vendedor de té en su infancia— que llegó a lo más alto
enfrentando a las élites urbanas y liberales de Nueva Delhi. Ese discurso
populista y anti-establishment fue clave para su ascenso, pero su permanencia
en el poder se explica por algo más profundo: una visión de país en
transformación.
El pensamiento de Modi puede entenderse como
una síntesis entre el nacionalismo cultural y el desarrollismo moderno. Por un
lado, promueve una revalorización de la identidad hindú, muchas veces en
desmedro de las minorías, particularmente la musulmana. Medidas como la
revocación del estatus especial de Cachemira o la Ley de Enmienda de Ciudadanía
de 2019 no solo responden a una agenda interna, sino que también buscan
consolidar un nuevo ethos nacional: fuerte, homogéneo, orgulloso de su herencia
cultural.
Por otro lado, su gobierno impulsa ambiciosas
reformas económicas bajo el lema de una India autosuficiente, innovadora y
tecnológica. Iniciativas como “Make in India”, “Digital India” y la expansión
de infraestructura apuntan a convertir al país en una potencia manufacturera
capaz de competir con China, sin abandonar del todo el modelo de protección a
sectores sensibles. En esa tensión entre apertura y soberanía se juega buena
parte del modelo económico de Modi.
Su gestión también combina elementos de
estatismo con pragmatismo neoliberal. Ha favorecido la inversión extranjera,
pero manteniendo una retórica nacionalista. Apuesta por la modernización, pero
sin romper del todo con las estructuras tradicionales del poder económico
indio. Se trata, en definitiva, de un liderazgo que busca integrar a India al
capitalismo global sin perder el control político interno.
En el plano internacional, Modi ha desplegado
una diplomacia de equilibrios múltiples. India mantiene relaciones cercanas con
Estados Unidos —especialmente en el marco del Quad junto a Japón y Australia—,
pero sin romper con Rusia ni con ciertos países del mundo islámico. Se abstuvo de
condenar abiertamente la invasión rusa a Ucrania, al tiempo que fortalece
vínculos con Occidente en temas de seguridad y tecnología.
Este posicionamiento responde a una lógica de
autonomía estratégica que India cultiva desde la Guerra Fría, pero que Modi ha
sabido adaptar a los desafíos contemporáneos. En un escenario donde las
potencias compiten por influencia en el Indo-Pacífico, India se presenta como
un jugador independiente, con capacidad de maniobra y sin ataduras ideológicas.
Además, Modi ha convertido a India en una voz
influyente del Sur Global. Durante la presidencia india del G20 en 2023, logró
el ingreso de la Unión Africana al bloque como miembro permanente, un gesto
simbólico y estratégico que buscó reconfigurar el mapa del poder global. Con
discursos que apelan a la reforma del sistema internacional y a una mayor
representación para los países emergentes, India se posiciona como alternativa
tanto al hegemonismo occidental como al autoritarismo chino.
El fenómeno Modi puede leerse en paralelo con
otros liderazgos del siglo XXI que combinan populismo, identidad y desarrollo:
Erdogan en Turquía, Putin en Rusia, López Obrador en México. Todos, en mayor o
menor medida, proponen una forma de gobernar que desafía las reglas liberales
tradicionales. Lo que distingue a Modi es que lo hace desde la democracia más
poblada del mundo, con legitimidad electoral y un Estado que, a pesar de sus
falencias, sigue funcionando con relativa institucionalidad.
No es casual que su figura despierte admiración
en sectores conservadores de Occidente, que lo ven como un ejemplo de orden y
autoridad. Tampoco es casual que organizaciones internacionales y ONGs lo
critiquen por su manejo de los derechos humanos, la libertad de prensa o la
represión a minorías. En esa ambigüedad —entre líder democrático y figura
autoritaria— se juega el legado de Modi.
En definitiva, Narendra Modi encarna un tipo de
liderazgo que responde al clima global de la posglobalización: identitario,
soberanista, pragmático. Su visión del mundo no es la del consenso liberal,
sino la del realismo geopolítico, el ascenso del Sur Global y el retorno de los
Estados como actores centrales. En un momento donde la multipolaridad ya no es
un horizonte, sino una realidad, India —con Modi al frente— busca ocupar el
lugar que siente que le corresponde desde hace tiempo: el de una civilización
que se reinventa como potencia.
Publicado en la cuenta de X del autor
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