Empate mundial al compás del tango



Por Alberto Oswald

En la cumbre de líderes del G-20 recién concluida en Buenos Aires, reinó la tensión entre la vigencia del estado nacional como categoría soberana, y la globalización como tendencia que no termina de imponerse. El resultado tiene sabor a un empate que posterga decisiones para los próximos encuentros ecuménicos. Como anfitrión del banquete, la Argentina sirvió muy bien la mesa, pero no pudo entrar a la cocina.

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La cumbre de líderes del G-20 es lo más parecido que hay a un gobierno mundial. Pese al avance de la globalización desde los años noventa, el concepto de soberanía sigue residiendo en los estados nacionales, quienes encuentran en este tipo de citas, las herramientas para coordinar el gobierno del planeta, sin renunciar a sus atributos de poder.

Hay una globalización que es imparable, que es la de la comunicación, internet, las redes sociales, la cultura millenial. Ha logrado materializarse en algunas instituciones como la Unión Europea, o el Derecho Penal Internacional, pero los estados nacionales no aceptan retirarse del escenario político sin dar batalla.

Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos prometiendo poner barreras al libre comercio mundial, y a los acuerdos de sustentabilidad que limitaban la capacidad de acción de su país.

China fue el gran beneficiario de ese nuevo orden globalizador, ascendiendo en pocos años al segundo lugar en el ranking mundial de PBI, amenazando la posición del líder, Estados Unidos. Curiosamente, el gigante asiático, otrora bastión del comunismo maoísta, se convirtió en la patria del capitalismo más brutal, y del comercio internacional libérrimo.

Lo acompaña relativamente Europa, en donde proliferan numerosos movimientos nacionalistas que rechazan acuerdos globales. En Brasil, el presidente electo Jair Bolsonaro triunfó con una curiosa mezcla de nacionalismo político y liberalismo económico.

Esa tensión de fuerzas se vio reflejada en esta cumbre llevada a cabo en Buenos Aires. De un lado, Trump –casi en soledad- representando la fuerza del estado nacional soberano, que lucha por su desarrollo a cualquier precio, incluso negando acuerdos preexistentes. Del otro, el multilateralismo y el libre comercio expresados por China y los gobiernos europeos.

El resultado de esta nueva guerra fría fue un acuerdo chirlo, sin ahondar en proyectos concretos, con enunciados generalistas y bien intencionados. La sustentabilidad climática, el comercio internacional, las políticas económicas, la migración, la lucha contra el terrorismo, la importancia del Fondo Monetario Internacional, la batalla contra la corrupción, y la igualdad de género fueron simples títulos de párrafos insulsos, como única opción para encerrar a todos los miembros del selecto grupo en una única declaración.

Ninguno de los presentes asumió un compromiso concreto en estas cuestiones y menos aún en los temas más sensibles como el comercio y el medio ambiente. Incluso se dejó constancia explícita del desacuerdo estadounidense. Trump reinvindicó el derecho de su nación a apelar a todas las fuentes energéticas –incluso hidrocarburos y carbón- para sostener su crecimiento, en abierto rechazo al Acuerdo de París.

También se incorporó al documento la pretensión norteamericana de reformar la Organización Mundial de Comercio, aunque ninguna de las dos posturas en pugna se impuso de manera franca. Ni la europea que buscaba ampliar la normativa incluyendo bienes intangibles, comercio electrónico y servicios basados en el conocimiento, ni la estadounidense, de gozar de mayor libertad para imponer aranceles en resguardo de su interés nacional. En la cena de Trump y Xi Jinping, ambos líderes se mostraron los dientes sin avanzar frontalmente el uno sobre el otro. La sensación general fue de empate, en la certeza de que se seguirá negociando en futuros encuentros.

Más allá de la pelea de fondo, el encuentro ofreció un round de frialdad entre Trump y Vladimir Putin, el acercamiento de éste al príncipe saudí Mohamed Bin Salman, virtualmente indultado por sus pares respecto del crimen del periodista Jamal Kashoggi en la embajada de Turquía, cuyo líder Recep Taiyyip Erdogan a su vez volvió a negar el genocidio armenio ante una pregunta de un periodista argentino de ese origen.

Para la Argentina, la cumbre dejó claroscuros:

La ocasión fue propicia para volver a poner en el escenario mundial al país, aspecto que fue logrado holgadamente. La reunión fue bien organizada y no tuvo inconvenientes de ningún tipo.

Aún la cuestión de la seguridad que tanto preocupaba, no generó problemas, ni siquiera con los manifestantes anti-cumbre. Está claro que sin inflitrados y con buenos operativos, las protestas callejeras no son violentas.

Además, el G 20 fue coronado con una gala en el Teatro Colón, de gran nivel artístico y representativa de nuestra identidad cultural, con el aporte de dos exponentes de talla mundial como Julio Bocca y Mora Godoy.

Pero hay material para evaluar y mejorar:

Pese a las risas cómplices de Macri y Trump, quienes han compartido negocios y juergas varios años atrás, hubo desencuentros entre ambos mandatarios. El supuesto diálogo referido a la actividad económica depredadora de China, desmentido por el canciller Faurie, generó una controversia entre los líderes, más aún teniendo en cuenta los treinta acuerdos firmados fuera del G 20 entre Argentina y la República Popular.

El malestar norteamericano se tradujo en el veto a la posibilidad de que Argentina acuerde proyectos con China y Rusia de cooperación nuclear. Oficialmente, la cancillería informó que dichas iniciativas se dejaban de lado por razones presupuestarias.

El presidente Macri prefiere el alineamiento con los Estados Unidos, pese a que el vínculo con China le otorga mayor cantidad de resultados concretos favorables, tales como el swap de monedas, y las inversiones en centrales hidroeléctricas. Recién en el marco del G 20, los Estados Unidos autorizaron proyectos en obra pública en Argentina por un valor de ochocientos millones de dólares, quizás con el único objetivo de frenar el avance chino en la región.

El gobierno argentino no quiso, no supo o no pudo meter bocadillo en los temas de la cumbre. Menos aún para aquellas causas que le interesan particularmente. Llamó la atención que se dejara pasar la ocasión para hablar del conflicto con el Reino Unido por la soberanía de las Islas Malvinas. Si no se aprovecha esta ocasión en que los líderes más importantes del mundo están en nuestro país…¿cuándo es el momento oportuno para hacerlo?

Tampoco se habló de un tema que en poco tiempo será un conflicto multilateral: la renegociación del Tratado Antártico, territorio de paz y de desarrollo equitativo entre sus miembros, que reclaman porciones superpuestas en la Antártida.

En su discurso de bienvenida, Macri mencionó a Nelson Mandela, el prócer sudafricano que terminó con el apartheid sin revanchismos. Pero ni lo nombró al Papa Francisco, que además de ser argentino, ha escrito textos inspiradores para este tipo de encuentros como Laudato Si en la que expone sobre el desarrollo ecológico y la calidad de vida humana.

Lamentablemente, la política exterior no es una política de Estado en Argentina como sí lo es en Chile o Brasil. Cada gestión cambia de rumbo y se empieza de nuevo, profundizando el aislamiento internacional.

Hemos pasado de relaciones basadas en la afinidad ideológica a hacer simples relaciones públicas, sin densidad política.

La Argentina necesita hacer política internacional, en su real dimensión, es decir, influyendo en los acontecimientos mundiales a su favor. Por ejemplo, aún no ha aprovechado su rol de líder en la producción de alimentos, buscando alianzas estratégicas con sus pares. Y este diseño de política exterior tiene que ser compartido entre oficialismo y oposición, sin actitudes mezquinas entre ambos.

Buenos Aires, 3 de diciembre de 2018

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