Una pintura argentina

por Mariano Rovatti



Habitualmente, se dice que Carlos Gardel y Diego Maradona son los dos máximos ídolos populares y - a la vez- símbolos más representativos de nuestra esencia argentina.
Quizás sea así nomás. Gardel fue, en su momento, la figura número uno de la canción popular mundial. Además de ser cantor, compositor, actor y productor, fue un personaje amado por su pueblo, por su incomparable talento, por el carisma desbordante que irradiaba, y por gestos concretos que despertaban el cariño de las multitudes.


Además, la importancia relativa de la Argentina en la primera mitad del siglo veinte, le permitió al Zorzal trascender todas las fronteras geográficas, y sin la ayuda de los medios de los que hoy se disponen, imponerse en los lugares más codiciados y exigentes del mundo. Con sus más y con sus menos, nuestro país era un miembro calificado de la élite mundial.
Con su temprana muerte, con ironía podríamos decir que se fue a tiempo, evitando el desgaste de la vejez, la decadencia, la enfermedad y el ridículo. En su máximo esplendor, se fue el hombre, dejándole lugar al mito, que vive hasta el día de hoy, en un marco de unanimidad. A Gardel nadie lo discute.
Maradona vivió otra vida. Vive otra vida. Brilla en lo alto y se arrastra en el fango con la misma naturalidad. Divide a la sociedad que lo consiente y denigra. También es representativo, pero de la otra Argentina. La de la segunda mitad del siglo veinte, que vivió a los tumbos, alternando crecimiento y decadencia; construyendo y destruyendo –a la vez- su propio destino.
Anoche, el fútbol volvió a mostrarse como una pintura de nuestra realidad contradictoria, a veces incomprensible y habitualmente imposible de comparar.
Tras la espantosa demostración futbolística del último sábado ante Perú, en la que el triunfo argentino se pareció más a un cuento de Alejandro Dolina que a un partido de fútbol real (con ángel y todo, Martín Palermo...) la patria locutora derramó su ácida lava de críticas y descalificaciones sobre el plantel nacional, y en especial sobre su director técnico. Se habló de peleas, de falta de trabajo, de indisciplina y de desconcierto generalizado.
Los noventa minutos de juego mostraron –por primera vez desde que asumió Maradona- a un equipo sólido, con oficio, sabiendo lo que quería, eficaz y utilitario, triunfando con justicia en un escenario dificilísimo frente a un rival limitado, pero con valores destacados a nivel mundial.
Salvo errores puntuales, y pese a los pocos días disponibles de entrenamiento previo, el equipo funcionó como tal, encontrándose en el arquero Romero, el defensor Demicheli, los volantes Verón y Mascherano y el delantero Higuaín, a la columna vertebral del equipo, sobre la que se deberán sumar Lionel Messi, cuando alguien con la suficiente capacidad logre descubrir qué demonios le pasa, y el resto de los jugadores, todos figuras valoradas a lo largo y ancho del planeta.
El desarrollo del juego fue controlado por Argentina durante la casi totalidad del partido, pero el relator de la televisión lo transmitió con una inusual angustia, desconfiando permanentemente de la capacidad del equipo albiceleste. Cada ataque uruguayo –la mayoría infructuosos- eran preanunciados como inminentes catástrofes para los de esta orilla del Plata.
Tras el triunfo, el lógico desahogo de los jugadores los hizo festejar con una mezcla de enojo y alegría. El mágico e incomparable momento de sus vidas de futbolistas, jugar un mundial de fútbol, será realidad en menos de un año.
Las declaraciones de Juan Verón, sacadas de contexto por varios miembros de la prensa presentes, parecieron una crítica generalizada al fútbol argentino. No le hubiera faltado razón si así hubiera sido, pero también podría calificarse de inoportuna teniendo en cuenta el momento que se formuló. Pero Verón, dando a entender algún nivel de desacuerdo con la conducción, llamó a sumar y a consensuar para lograr un triunfo común.
El plato fuerte esta vez terminó siendo el postre. Maradona, ya con las pulsaciones aquietadas, se dirigió al periodismo en bloque de una manera inaceptablemente grosera, dejando ver sus peores costados soberbios y autoritarios. Su equipo acababa de hacer una aceptable demostración de fútbol, logrando el objetivo que había ido a buscar. Pero, con su improperio, le dio pasto a las fieras, quienes convirtieron a lo principal en accesorio y viceversa.
Maradona siguió por otros andariveles la embestida del oficialismo contra la prensa. Y ésta además, se manejo de la misma forma, batiendo el parche ya no contra la nueva ley, sino contra el estilo de conducción del Diego. Es imposible no encontrar alguna relación entre un proceso y el otro. La lógica de la confrontación recíproca es la misma.
A tono con estos tiempos, hoy los argentinos nos hallamos enfrascados en otra discusión –menor, es verdad, pero tomada como algo importante- vivida en blanco y negro, sin matices, ni posibilidades de reconocer disensos; ni menos aún, de poder superarlos a través del consenso. Así nos va.

Buenos Aires, 15 de octubre de 2009

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