La batalla de Manila



Por Mariano Rovatti


Pocos meses después que haber estallado el Rodrigazo en estas Pampas, el 30 de septiembre de 1975 se enfrentaron en Manila, Filipinas, por el título mundial de los pesados, el campeón Muhammad Alí, y el retador Joe Frazier. Fue promocionada –esta vez con razón- como la pelea del siglo.

Ambos habían combatido entre sí en dos oportunidades en el Madison de Nueva York, con una victoria para cada uno:, en 1971,había ganado el entonces campeón Frazier, cuando Alí empezaba a dejar de ser Cassius Clay; éste ganó en 1974 y la de Manila era la pelea que definiría para siempre el pleito entre ambos.

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El evento tenía condimentos especiales: Alí boxeaba con un estilo único, por su armonía de movimientos y su velocidad; era histriónico, bravucón y sus largos parlamentos incluían autoalabanzas, desméritos hacia su rival y observaciones ingeniosas. Se cambió el nombre tras mudar de Fe, y negarse a combatir para el ejército de su país en la guerra de Vietnam.

Frazier era un peleador sanguinario y sanguíneo, una locomotora que avanzaba con una potencia insólita para un ser humano. Incansable, su espíritu era aún más resistente que su cuerpo.


Además de la rivalidad deportiva, ambos se detestaban de verdad; las bravatas que lanzaba Alí, en este caso las sentía, aunque años más tarde, pidiera perdón y dijera lo contrario. Frazier era de menos palabras, pero de odios más profundos masticados en silencio.

Sobre el ring filipino, libraron lo que aún hoy se considera la batalla más ruda, cruel y violenta de la historia del boxeo. A lo largo de catorce rounds extenuantes, ambos se pegaron sin parar, alternándose en el dominio de las acciones.

Cuando uno de los dos parecía desfallecer, sacaba fuerzas de sus entrañas y daba un vuelco en el trámite de la pelea. Así fue hasta el anteúltimo campanazo.

Ambos llegaron tan destruidos a sus rincones tras el round número catorce, que ninguno estaba en condiciones se salir a pelear en la última vuelta. Les dolía el alma y el cuerpo, y sus brazos y piernas respondían por actos reflejo.

Eddie Futch, técnico de Frazier hizo volar la toalla primero, atento a que su pupilo tenía sus ojos casi cerrados por los golpes de Alí. Desde el rincón opuesto, Angelo Dundee, entrenador del campeón apenas advirtió esa decisión, junto a sus asistentes, levantaron a Alí y lo sostuvieron mientras sonaba la campana llamando a la última vuelta. Como Frazier no salió, Alí fue proclamado vencedor por abandono. Segundos después, el campeón mundial se desplomó exhausto sobre el tapiz, y debió ser atendido por los médicos.

Joe Frazier fue el perdedor esa noche, y se retiró poco tiempo después. La dureza de la batalla lo borró del boxeo. La gloria de esa noche fue de Alí, quien expresó que esa noche sintió lo más cercano a morir, siguió reinando entre los pesados hasta 1978, en el que perdió el título frente al mediocre Leon Spinks. Recuperó el título en la revancha y se retiró, pero sólo por un tiempo. Intentó la vuelta frente a Larry Holmes en 1980 y Trevor Berbick en 1981; y en ambos casos, perdió por paliza.

La realidad actual de ambos es opuesta: Frazier está aceptable físicamente, teniendo en cuenta sus 66 años. Alí –dos años mayor- desde hace dos décadas es víctima del mal de Parkinson. Sus manos tiemblan en forma incesante, y depende de los demás para moverse aunque sea unos pocos metros. La dureza de la batalla de Manila, y de las que vinieron después, fue el motivo de su actual maldición.

Sus hijos siguieron los pasos paternos con suerte dispar: Marvin Frazier tuvo una opaca carrera entre los medianos; y Leila Alí llegó a campeona del mundo en la misma categoría, pero en la versión femenina, e incluso derrotó en 2001 a Jacqui Frazier, hija de Joe. Mediática como su padre, brilló en el Bailando por un sueño de la televisión norteamericana.

Algo quedó inalterable entre Alí y Frazier: el odio que mutuamente se prodigaron. Aunque algo aflojó con los años el pupilo de Angelo Dundee, indicando que sólo hablaba para promocionar la pelea, Frazier aún hoy tiene en su teléfono celular un mensaje que dice “habla el que lo dejó así como está ahora; dejame tu mensaje...”. Frazier sostiene con orgullo que el verdadero ganador fue él porque hoy puede caminar sin necesitar de nadie. Pero no puede hacerlo librado del rencor que envenena su alma.

La batalla política principal en la Argentina presente es entre dos pesos pesados: Néstor Kirchner y el grupo Clarín.

Ambos convivieron en armonía desde el 2003 hasta el 2008. Incluso, en el 2005, el gobierno prorrogó por decreto las licencias de radios y canales de televisión privatizados en la época de Menem, beneficiando principalmente, al gran diario argentino.

Durante la guerra gaucha del 2008, se produjo la ruptura entre ambos. Algunos analistas pronosticaron que era tan sólo una pelea de novios. Error. Fue el comienzo de una guerra sin cuartel.

Un año antes, en las elecciones presidenciales, Cristina Fernández había comenzado a perder el apoyo de sectores importantes de la opinión pública. Si bien dobló en votos a Elisa Carrió, la actual Presidenta perdió en las grandes ciudades, en donde predomina el electorado de clase media: la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Rosario, Mar del Plata, Córdoba, Bahía Blanca... Ganó ampliamente en el sector rural y en el conurbano bonaerense.

Con la batalla librada y perdida contra el campo, el gobierno perdió a este factor importante de poder. Sólo le quedó el conurbano, cedido parcialmente en la elección intermedia del 2009, gracias al doble juego de los intendentes.

En la naturaleza de los Kirchner, sólo entra la lógica de los fierros, es decir, la confrontación permanente y la necesidad de tener enfrente un enemigo.

Tras la derrota de 2009, el kirchnerismo radicalizó su discurso, y apostó como nunca a formar una entente con la CGT, los gobernadores, los intendentes y el progresismo ilustrado. Enfrente ubica a un eje del mal integrado por Clarín, el Episcopado católico, la Mesa de Enlace, Julio Cobos y los partidos de oposición. También podemos incluir alternadamente a Martín Redrado, viva encarnación de la patria financiera, el Poder Judicial, y así sucesivamente.

En las últimas semanas, el ataque se focalizó en Clarín y su máximo ejecutivo Héctor Magnetto. Tras la ley de medios y el fútbol para todos, siguió la nulidad de la absorción de Cablevisión por Multicanal, la intervención en Papel Prensa, la marcha por el cumplimiento de dicha ley, el escrache y el juicio popular a periodistas. Próximamente, se avecina la posible detención de la propietaria del diario, si finalmente se acredita que sus hijos fueron apropiados ilegalmente durante la dictadura.

En la lógica de Kirchner, no hay lugar para dos gallos en un gallinero. Es Clarín o él. Pareciera que el flamante secretario general sudamericano no concibe su victoria en el 2011 con la subsistencia del multimedios.

Su oponente le responde con la misma fuerza. No tiene el poder sobre la caja, los gobernadores, intendentes y medios oficiales con que cuenta Kirchner, pero Clarín cuenta con la posibilidad de influir decisivamente en la opinión pública. Y ésta hoy, en un 70%, le da la espalda al gobierno.

La realidad le da letra constantemente a los redactores del diario: los escándalos de corrupción, las declaraciones bélicas de los funcionarios, la parálisis del congreso, y el fantasma de la inflación reprimida son algunos ejemplos de ello.

Clarín, además del diario, cuenta con Radio Mitre, la segunda más escuchada del país, Canal 13, el programa de Marcelo Tinelli (¿acaso la parodia de Martín Bossi fue inofensiva para la figura presidencial?), Multicanal, diarios en el interior, etc.

¿Es posible imaginar que uno vencerá definitivamente al otro, sin quedar tan herido como su derrotado? La paridad de fuerzas invitaría –en otros casos- a negociar. Pero en éste, todo parece decir que ambos se demolerán recíprocamente.

Kirchner usa el poder sin medias tintas, y lo lanzará –como hasta ahora- sin piedad y con certeros resultados sobre el grupo. Este despedazará la imagen de su rival hasta que le sea imposible soñar con volver a ser Presidente.

Uno de los dos será Alí y el otro, Frazier. Uno ganará la próxima batalla y el otro, quizás, la siguiente, pero los dos, al final, serán perdedores.

Poco importa saber quién jugará cada rol.



Buenos Aires, 5 de mayo de 2010



























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